21 de septiembre – Día del estudiante
Por Clara Rosselli.
Un colegio es como un pequeño pedazo de sociedad contenido en unas cuantas aulas. Allí se gestan los futuros adultos, cada uno con sus características propias. En mi curso éramos casi treinta y todos teníamos un estereotipo asignado:
Estaba el desaliñado, que llevaba los cabellos revueltos y sin peinar, la camisa abrochada desplazada de un ojal lo que resultaba en una punta más larga que la otra. El saco caído de un hombro y los cordones de los zapatos sin atar.
En el lado opuesto estaba la prolijita, con la camisa siempre como si estuviera recién planchada, los cuadernos y los libros forrados, el pelo atado. En aseo, sobresaliente.
Me acuerdo de la “colgada”, era mi mejor amiga. Salía en las fotos de cursada mirando al cielo. Llegaba tres de cinco días tarde y siempre se olvidaba un libro en el colegio. Cada tanto se quedaba hablando con los profesores sobre arte, música y actualidad, mientras el resto de la clase aprovechaba el tiempo libre.
Estaba el compinche, el que siempre se prendía en todos los planes de salidas, de rateadas, de actividades escolares y extracurriculares. El compinche era un amigo fiel, nunca mandaba ´al frente´ a nadie.
La mandona era con la que peor me llevaba. Ponía un pie en el colegio y pensaba que tenía derecho a ordenarnos qué hacer. Cabeza en alto, paso firme, se llevaba a todo el mundo por delante.
También estaba el siempre presente sabelotodo y el que no sabía nada. El que se macheteaba en la manga de la camisa y la que se sabía el libro de memoria, la que lloraba por todo y el que se atrevía a pararse en el aula Magna a discutir con un profesor frente a toda la audiencia de alumnos.
Me imagino -ahora- las aulas de un colegio. La enseñanza y el aprendizaje deben haber cambiado un poco, aunque sospecho que la energía de los estudiantes nunca mermará.