El músico

(Relato ficcional alrededor de datos y personajes reales).

Gracias a su abuelo, que en todas las fiestas familiares cantaba zambas y chacareras, descubrió que le gustaba la música. Por eso es que su madre, sin pensarlo dos veces, lo mandó a estudiar piano con una profesora del barrio.

Como sus progresos eran evidentes, pudo entrar al Conservatorio ya con la firme decisión de ser un buen violinista.

Por las tardes, en el patio de su casa de Barracas, practicaba durante horas los complicados ejercicios. Pronto los vecinos se resignaron a escuchar los monótonos sonidos del violín que se metían, sin pedir permiso, en las casas y a esperar el final en que verían premiada su paciencia, con alguna melodía que Esteban les regalaba.

Orquesta San Telmo de Teófilo Ibañez en la Plaza Dorrego, década de 1980.

Entre sus amigos estaba Teófilo Ibáñez, un español que había llegado a Buenos Aires con su familia cuando solo tenía cuatro meses de edad. Teófilo cantaba muy bien y aprovechaba sus dotes y su pinta para hacer prosperar el puesto de carnicería que tenía en el mercado de la calle Azara.

Las orquestas típicas eran cada vez más populares y Esteban soñaba con entrar a alguna de ellas, ya que los músicos con buena formación tenían mejores oportunidades, pero primero había que hacerse conocer.

Logró convencer a un compañero del Conservatorio y formó un dúo. Sonaba bien y, después de muchos ensayos, aprovecharon los carnavales de 1926 para probarse. El presidente del club, que lo conocía desde siempre, le dio a Esteban la oportunidad y por primera vez los sonidos de su violín volaron entre gente que no conocía su talento.

Después de la primera pieza notó que nadie bailaba, las parejas de novios, los matrimonios, los muchachos del barrio, las madres, que un rato antes vigilaban a sus hijas, ahora estaban atentos a lo que sucedía en el escenario, todos escuchaban en silencio y más tarde, mientras sonaban los aplausos, entendió que había encontrado su camino.

A través de Teófilo, que ya era cantor profesional, se conectó con un director que rápidamente lo incorporó a su orquesta típica, dejó los clubes de barrio y llegó al centro, a los salones donde las parejas bailaban ensimismadas como si nada existiera a su alrededor y mujeres de cabello muy corto y mirada anhelante, esperaban la seña de algún hombre que las invitara a bailar.

Conoció a muchas de esas chicas que, en las madrugadas, le contaban su vida. Venían de países lejanos, otras del suburbio, todas esperanzadas en lograr un futuro mejor, que pocas veces alcanzaban.

Empezó a componer sus propios tangos y Max Glücksmann le ofreció un contrato en su empresa que, por supuesto, aceptó. Nada menos que Gardel, Corsini y hasta el propio Canaro grababan en el sello de don Max, que había logrado crear -desde principios del siglo- un emporio cinematográfico, una extraordinaria editorial y grabadora musical. Más tarde llegó la oportunidad de formar su propia orquesta, salir de gira y presentarse en París y en otros países de Europa. También se casó y tuvo dos hijos.

Las audiciones de radio y los discos aumentaron su popularidad y vivía una vida cómoda entre sus músicos y su familia.

Para sus composiciones nunca aceptó letras que hablaran de traiciones, amores contrariados o nostalgias de arrabal. La música, decía, tiene que elevarnos y hacernos sentir bien, gracias a ella yo lo he logrado.

Eduardo Vázquez

 

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