Acá vive gente
En los últimos meses, algunos vecinos encontramos que el barrio que tanto queremos también nos duele. La salida de una pandemia que se llevó -hasta acá- 120 mil compatriotas, nos encontró a todos en crisis. La sonrisa escondida por el barbijo, problemas para dormir, carencias para despertar. Secuelas de un covid-largo, miedo al futuro.
Otros también están desesperados por laburar, por abrir las cortinas y sobrevivir. Escaparse hacia adelante, hasta encontrar algo parecido a una normalidad. Todos queremos que se levanten las cortinas de los locales y que se aleje de nuestras calles la larga sombra de las peores crisis. Pero ni el sueño de unos puede lograrse a costa del cierre de los otros, ni todo lo contrario.
Tenemos que reconocernos, vernos en el otro y entendernos, poner en una mano el derecho a descansar y en la otra el derecho a trabajar. Así la fórmula de la armonía parece fácil. Sin embargo, la armonía se complica por un grupo chico -pero insistente- de gente dispuesta a todo para vender una cerveza más. En el mejor de los casos, una cerveza más. Desesperada en su falta de valores -esa carencia aceita el camino a la desesperación- invitan por redes sociales a venir a San Telmo a emborracharse, nada más que a emborracharse, como única solución a su falta de creatividad comercial.
Hace poco, en sus redes, un bar invitaba a su tropa a ocupar con una reposera la intersección de Bolívar y Estados Unidos y a traer sus propias botellas para hacer “chin-chin”. Así, sentados de punta en el adoquín, defendiendo la idea de que “San Telmo es joda”, como me dijo hace poco un visitante de Avellaneda, Prov. de Buenos Aires, con un termo de cuatro litros de fernet bajo el brazo.
¿Es así? ¿Es joda San Telmo? ¿Cómo se lo explicamos a les vecines que sufren ansiedad, que están en silla de ruedas, que tienen hijes con autismo, que sufren una enfermedad neurodegenerativa o que pasan por un tratamiento oncológico, que simplemente necesitan un poco de tranquilidad en sus casas para poder salir adelante?
Si no hay empatía de los comerciantes con los vecinos, no puede pedirse lo mismo al revés. Como a cualquier relación, hay que cuidarla. Si la invitación de los comerciantes va a ser el botellón, el escabio masivo en la calle, el “reviente” generalizado y si la única ley que va a regir es la de la joda, tendremos que ver qué rol nos toca en ese juego. De nuestras casas no nos vamos a mudar.
100 decibeles un domingo
Desde que volvió la democracia, a San Telmo volvieron los tambores y el sonido de celebración que el barrio supo tener mucho antes de eso, cuando nació en las calles la idea de una Independencia. La comunidad afro luchó y sangró en la fundación de nuestro país, acompañó a sus caudillos populares sin dudar un segundo y por eso también sufrió el exilio y el exterminio. Pocos grupos sufrieron tanto el salvajismo unitario. Las guerras civiles y las reglas generales de un capitalismo racista hicieron el resto.
Por eso era tan lindo tener un ratito cada domingo para reconocer y celebrar a los descendientes, directos o no, de aquella sociedad morena silenciada por los libros de historia y las instituciones patricias. Los grupos de tambores de siempre (Las Lonjas, La Candela, etc.) pasaban tocando desde Parque Lezama hasta Plaza de Mayo. El repiquete de los parches de cuero, reverberando la madera, con un traqueteo rítmico que nos transportaba a otro tiempo. De una manera dulce, los tambores pasaban a recordarnos algo que en Buenos Aires se olvida fácilmente: estamos en el Río de la Plata y enfrente están nuestros primos.
La convivencia armónica con los tambores está en riesgo desde que en 2017 apareció un grupo que no hace candombe, sino samba-reggae, estilo surgido en Salvador de Bahía en los años setenta y que mezcla ritmos jamaiquinos con la samba y la percusión de la religión candomblé. Esa samba-reggae-candomblé no es candombe, ni un ritmo rioplatense, ni es murga. No es nuestro ni es de acá, no es tradicional, ni tiene que ver con los ritmos de los criollos que sangraron por la Independencia y que se juntaban del zanjón de Chile al Sur.
Este grupo nos expone cada domingo, durante horas, a ruidos de más de 100 decibeles en los ambientes de nuestras casas (casi siempre sobre la calle Defensa) lo que provoca -si los lectores miran bien- que los vecinos mantengan sus ventanas cerradas cuando pasa. Por lo inaguantable del volumen que manejan, esta gente nos expulsa o nos encierra por la fuerza, como un virus, en el ratito que tenemos cada semana para descansar.
Cada vez que los vecinos quisimos pedirles que cambien el recorrido o que bajen el volumen, recibimos ninguneos, mentiras, hostigamientos y amenazas, algo que no conocíamos por haber existido casi siempre una buena la relación con los grupos de tambores.
Tampoco conocíamos la angustia de sentirnos expulsados cada domingo, de experimentar que no podemos escapar del ruido ensordecedor de quince bombos que se instalan en un punto fijo -buscando el dinero turista- a tocar por horas un ritmo con un volumen que ensordece, causa sufrimiento físico y psíquico y, además, que nada tiene que ver con las raíces de nuestro Casco Histórico e idiosincrasia.
Ese grupo de samba-reggae no cuenta con permiso para tocar en el barrio y armó una operación comercial que cada domingo lo nutre de fondos frescos, a costa de nuestro descanso. Ni siquiera está registrado como agrupación musical en el Ministerio de Cultura de la Ciudad.
La administración porteña quiere mostrar un San Telmo modernizado, europeizado y que el Casco Histórico sea la puerta de entrada a una metrópolis verde que imaginan como Capital Gastronómica de Sudamérica, para fin de la década. Mientras tanto, necesitamos que el Estado aparezca, de alguna manera y que medie para garantizar dos cosas, muy importantes:
- El derecho inalienable e indiscutible de los vecinos a descansar en sus casas. Cien decibeles en las calles de San Telmo, nunca más.
- La permanencia de los grupos de candombe del barrio, nuestros tambores de toda la vida, que han sido desplazados por bandas violentas y forajidas que se adueñan de nuestras calles, como si fuera un capítulo de la serie El Marginal.
Mientras esperamos que alguna de las formas de la providencia estatal se manifieste -todavía aguardamos que nuestros comuneros cumplan con la función por la que han sido elegidos y por la que se crearon esos cargos- algunos vecinos insistimos en esta idea humilde como una esperanza: ¿Y si nos cuidamos un poco entre todos? ¿Y si pedimos que vuelva el espíritu cívico al espacio público?
Al fin y al cabo acá en San Telmo, barrio histórico -corazón del turismo y tambores- también vive gente.
Nahuel Coca