Las lavanderas de San Telmo
“Quien quiera saber de vidas ajenas
Que vaya a las toscas con Las Lavanderas
Allí se murmura de la enamorada
De la que es soltera, de la que es casada
Que si tiene mantas o si tiene colchón
O cuya labrada con su pabellón”
(Copla del antiguo Buenos Aires)
Mientras investigaba y escribía sobre la relación entre San Telmo y el BAPE, encontré fotos que muestran la existencia de mujeres lavando ropa bajo el viaducto ferroviario, en el sector que correspondía al barrio San Telmo, en el año 1880. Al ver esas fotos recordé una vieja película francés: “Las lavanderas de Portugal” y una canción que llevaba el mismo nombre.
Esto me inspiró para hacer este trabajo que podría ser un homenaje, esta vez para las nuestras: Las lavanderas de San Telmo e inspirar para otras expresiones, como el cuento que adjunto.
Al empezar a conocer la historia de estas trabajadoras, que estuvieron entre las primeras mujeres en poner una nota pintoresca en el Río de la Plata, descubrí que su presencia no se limitaba a la franja del río que correspondía al barrio San Telmo, sino a lo largo de la costa, desde San Isidro hasta el Riachuelo.
Esta actividad febril en la orilla del río color león, no se circunscribe a los alrededores de 1880 sino que comienza mucho antes. Tanto, que tendríamos que remontarnos a los relatos bíblicos.
A continuación, vamos a comentar las distintas épocas en las que la historia registra la presencia de las lavanderas en nuestro Río de la Plata, especialmente frente al barrio San Telmo.
Primera Época: Desde la llegada de los españoles. Época del Virreinato hasta la Revolución de Mayo (del año1700 a 1810).
¿Cómo se llega a la existencia de las lavanderas? Para ello era necesario que, en la sociedad, se cumplieran determinadas condiciones. Por empezar, que hubiera una clase social -la burguesía- con alto poder adquisitivo. Familias que podían comprar ropa, sábanas -en especial- importadas y, por otro lado, que pudieran pagarle a alguien que hiciera el trabajo de lavar toda esa ropa.
Así, entre las diferentes ocupaciones al servicio de gente adinerada, surge el oficio de lavandera. En San Telmo había varias familias que cumplían con esas condiciones. Era la época en la cual, quienes hacían los trabajos más duros eran las esclavas/esclavos africanos, y estas familias podían permitirse tener uno o más de ellos. Desde San Isidro hasta el Riachuelo (o sea, por dos millas del Río de la Plata) podían verse no solo lavanderas, sino también marineros, aguateros, pescadores, bañistas y otros personajes que aprovechaban de uno u otro modo la ribera. Estas presencias han quedado retratadas en diversas pinturas e ilustraciones de Buenos Aires, como por ejemplo las que creaban los visitantes extranjeros, para quienes, sin duda, todo esto era fuente de inspiración.
En las ilustraciones de Eusebio Vidal se puede apreciar la instalación de un extraño ejército de mujeres lavando la ropa. La mayoría de estas lavanderas eran de raza negra, ya fueran esclavas o libertas. Se veían como mujeres fuertes y alegres y, seguramente, compondrían un coro de voces entusiastas y parlanchinas, como se trasluce en la copla que da comienzo a esta nota. En las acuarelas puede verse que el paisaje que las rodeaba estaba salpicado de sitios emblemáticos. Por ejemplo, entre los lugares en los que hacían su trabajo, pueden verse nada más ni nada menos que los muros del Fuerte. Allí se las ve inclinadas en los charcos que lo rodeaban, como si quisieran, a su modo, formar parte de la historia.
El río unía las diversidades y también encuentros entre personas del mismo origen. Las lavanderas compartían su hábitat con los aguateros, que también eran en su mayoría de origen africano. No era de extrañar que ese lugar fuera escenario, además del trabajo, de intensas historias entre ellos, muchas de las cuales terminaban en casamientos.
Pero no todo era romanticismo y poesía de coplas populares. Muchas veces los aguateros, que eran los encargados de llevar agua a las familias vecinas, la sacaban de esas mismas bateas naturales donde las lavanderas dejaban restos de jabón grasiento y la suciedad de las ropas que allí fregaban. En esos charcos, que servían como piletas cuando bajaba la marea, también se lavaban cueros. Podemos imaginarnos lo poco cristalinas que eran esas aguas estancadas y contaminadas, que iban a parar a las mismas casas de ricos para las que trabajaban las lavanderas. Las autoridades no veían esto con buenos ojos, en el año 1776, el Virrey Vértiz castigó con azotes a los aguateros que recogían el agua inmunda usada por las lavanderas.
Las casas de las familias más ricas de San Telmo, como los Basabilbaso o los Estrada e incluso la mansión de Liniers, tenían en el patio un aljibe en cuya cisterna se acumulaba el agua de lluvia. Pero esta se usaba para otras necesidades, no para lavar la ropa.
Era una época que daba muy pobres respuestas a la salud de la población y enseguida surgían lo que hoy llamaríamos “mitos urbanos”. Por un lado, como ya dijimos, estaba la cuestión del uso de agua sucia de los charcos donde quedaba todo tipo de suciedad y, por lo tanto, de microbios causantes de enfermedades. Por otro, no era raro que por su propia actividad las lavanderas se enfermaran dando esto lugar a la creencia de que ellas transmitían enfermedades al resto de la sociedad provocando comentarios como: “Es un riesgo sanitario absorber los microbios que pasan por sus manos (las lavanderas) porque su organismo empobrecido no vibra lo suficiente para no dejarlos entrar porque mezcla las ropas del sano con las del enfermo y los reparte a domicilio”. Este tipo de suposiciones cargadas de prejuicio corrían en la ciudad, también vinculadas a los elementos usados para lavar como, la lejía hirviendo, jabón de grasa, cenizas y potasa o con cal (¡!), potasa y ciertas hierbas.
Lo cierto es que la baja retribución, la dureza del trabajo y el contacto permanente con la humedad formaban un combo fatal que afectaba gravemente la salud de estas trabajadoras. Era frecuente que sufrieran desnutrición, amenorrea (alteración de los ciclos menstruales) y asma, ya que todo esto alteraba la estructura de los pulmones. Sumado a ello, el contacto con la ropa sucia las ponía en riesgo de sufrir infecciones.
Pero al mismo tiempo, eran mujeres curtidas que paliaban sus pesares con lo que tenían a mano: el mate, el tabaco y los chismes -aunque tal vez no solo hablaban de chismes y quizás este sea también un prejuicio-. Como si fuera poco, tenían que ocuparse de las travesuras de los niños que continuamente les escondían la ropa o se la robaban. Es una pena que todavía no hubiera llegado la fotografía, que seguramente habría dejado testimonio de esas persecuciones en un paisaje tan especial de la época colonial. Tampoco tenemos fotos, obviamente, de los festejos que eran tan habituales en aquel tiempo en San Telmo. Nunca faltaba un casamiento, un bautismo o un cumpleaños y, en esas ocasiones, todo el barrio se enteraba. No era para menos: el retumbe de los tambores con ritmo africano y el bullicio del candombe, que se escuchaba hasta las calles de las tunas, llegaba a todas partes recorriendo lo largo del río.
Segundo período:
Con los cambios producidos en la política y en la sociedad al surgir los gobiernos patrios, también se modifica el mercado laboral. Pero desde esa época hasta 1871, año en que comienza la epidemia de fiebre amarilla, se despliega el período que podríamos llamar de esplendor de la actividad de las lavanderas.
Por un lado, las familias crecían y necesitaban sus manos laboriosas. Por otro lado, la nueva época empezaba a traer un cambio de actitud de las autoridades con respecto al trabajo esclavo. El río era testigo silencioso de estos cambios en la vida de las lavanderas, ahora mejor vestidas y con más y mejores utensilios y, en muchos casos, con mayor libertad, aunque seguramente no menos explotadas.
Las playas junto a la costa eran el escenario de una actividad aparentemente libre, sin señales de marginación social. Las lavanderas se despachaban a gusto hablando de sus clientes y haciéndose eco de murmuraciones, sin que nadie pudiera censurarlas. Seguían formando parte de un paisaje que no pasaba inadvertido para los viajeros que llegaban a Buenos Aires: el de las lavanderas con su carga de ropa sucia y sus bártulos, bajando las barrancas en las orillas del ancho Río de la Plata.
Entre 1830 y 1850, con la llegada de nuevos funcionarios al gobierno, los vecinos comienzan a contar con un nuevo recurso que les permite acceder al elemento vital. Se establece que las viviendas incluyan aljibes en su construcción. Ya dijimos que eso no incluía el uso de agua para lavar la ropa y, por lo tanto, no cambiaba la forma de trabajo de las lavanderas. Pero sí influyó en el de los aguateros, ya que no se necesitaba tanto abastecimiento externo de agua en cada vivienda.
En el período histórico conocido como Organización Nacional, con Juan Manuel de Rosas como gobernador, tanto aguateros como lavanderas viven su mejor nivel económico. El Restaurador se ocupaba de los negros que trabajaban y ahí nacen los versos de la “Milonga del Aguatero”: “Agua fresca, agua fresquita, para las tinajas de las porteñitas”.
Pero llega la epidemia de fiebre amarilla. El pánico por el contagio produce un tremendo éxodo que, en poco tiempo, hace que los ricos habitantes de San Telmo abandonen sus residencias y se trasladen al norte de la ciudad. Se desvanece una fuente de trabajo: la de los principales clientes que entregaban su ropa sucia a las lavanderas.
El paisaje cambia; muchas de esas casonas abandonadas son habitadas por vecinos y vecinas más pobres (muchas eran las propias lavanderas) y también por inmigrantes o esclavos. Surge la figura del conventillo, con familias hacinadas en habitaciones que otrora fueron parte de una casa unifamiliar, en muchos casos señorial. Las lavanderas empiezan a lavar dentro de esos sitios y se inicia así un nuevo período: el lavado en el conventillo.
La letra de un tango revela, también a modo de copla, la actividad de esas mujeres sufridas: “Y la vieja, pobre vieja, lava toda la semana, pa’ poder pagar la olla con pobreza franciscana, en un pobre conventillo alumbrado a kerosén”.
Terminada la peste, el gobierno municipal toma conciencia de las causas que la provocaron. Empiezan a aparecer las reglamentaciones referidas a la higiene para el lavado en el río. Finalmente, se prohíbe esta actividad desde Pobre Diablo hasta Palermo Chico. La Municipalidad también promueve los llamados Lavaderos Públicos. Estas circunstancias hacen más difícil la vida y el futuro de nuestras lavanderas.
Tercer período: El paso de Buenos Aires a ser la Gran Capital. El Modernismo (desde el año 1880 hasta 1903).
Las nuevas políticas públicas, por la transformación de la aldea en una gran urbe, perjudican a las lavanderas y son obligadas -de algún modo- a realizar cambios. La ciudad necesita un mayor control de la higiene y se promueven nuevas formas de utilización del agua.
Como parte de un proceso de crecimiento demográfico en Buenos Aires, surge la necesidad de llamar a especialistas que se ocupen de los problemas derivados de esta expansión. Ingenieros, higienistas, reformadores políticos, arquitectos, paisajistas, funcionarios y miembros de agrupaciones civiles influyen sobre la Comisión Municipal creada al respecto, en busca de un gran cambio en el saneamiento ambiental y una mayor profilaxis para evitar enfermedades infectocontagiosas.
Como ya hemos visto, para las autoridades el trabajo de las lavanderas en el río era el responsable de muchas enfermedades. Y no solo eso: ahora decían que formaban parte de un “espectáculo indigno” para una gran ciudad capital. Buenos Aires ya despliega sus aires de grandeza, marcando las diferencias entre clases.
Este cambio tiene gran relevancia, sobre todo porque se produce después de la fiebre amarilla y da comienzo a una etapa de mayor saneamiento interno. Se incrementa el control sanitario, especialmente sobre los inmigrantes, muchos de ellos llegados de Italia.
Tal como sucede ahora, en esa época había limitaciones financieras y técnicas que dificultaban la expansión de las medidas necesarias. Pero a la vez -y esto no ha cambiado mucho- dichas medidas se relacionaban con los intereses del capital extranjero y no tanto con las verdaderas necesidades de la población local. De todos modos, a pesar de los conflictos, se define la Red de Agua Corriente y la de Cloacas. Esto sucede en 1869, después de nueve años y dos años antes de la fiebre amarilla. Es una pena que hayan llegado tarde para evitarla.
Lavaderos Públicos
Tres años después -en 1872- e imitando lo que ocurría en París, se inicia el funcionamiento de catorce lavaderos públicos.
Estos podían funcionar al aire libre y, en algunos casos, eran techados. Las lavanderas conservaban allí algunas de sus viejas costumbres: como si hubieran podido trasladar el río a esas instalaciones, las vecinas encontraban un ámbito de reunión para charlar. Cada barrio tenía el propio: en San Telmo estaba el de la calle Caseros 750, con 190 piletas. Contaban con agua fría y caliente, tachos para lejía, exprimidores de ropa (precursores del centrifugado), estufas y secadores al aire libre. Pero del total de 3.000 lavanderas de la ciudad, 1.500 seguían lavando en el río y el resto a domicilio o en el conventillo.
El Lavadero fue posible gracias al tendido de la red de agua, que marcó un gran cambio: pasar del río a un lugar fijo. Las costumbres urbanas, poco a poco, iban abandonando los espacios exteriores, dejando huecos en el paisaje de antaño.
La instalación de estos lavaderos públicos respondía también a intereses creados, que apuntaban contra la costumbre de lavar la ropa en los conventillos, dado que su existencia había crecido como consecuencia de la fiebre amarilla. Argumentaban que las condiciones de estos eran deplorables.
Se suponía que estas medidas, como parte de la mejoría de la situación económica del país, iban a evitar el deterioro de la salud que se producía como consecuencia del uso del río para lavar la ropa.
La Comisión especializada nombrada por la Municipalidad (años 1886 a 1887) expone: “El aspecto asqueroso que presentan los charcos de agua y jabón que se pudren con el sol hace inevitable la insalubridad que significa el lavado de la ropa en el Río”.
Luego de este informe lapidario, muchas lavanderas optaron por lavar en sus casas, en el conventillo o a domicilio. De todas maneras, se las prejuzgaba diciendo que esto era tanto o más insalubre que el río. La Municipalidad ponía condiciones que eran casi imposibles de poner en práctica: les permitía el lavado en el inquilinato siempre que se tomaran medidas para mejorar el lugar, renovando los pisos, impermeabilizándolos y poniendo baldosas francesas. Un despropósito total. Y como si esto no bastara para el infortunio de las pobres lavanderas, los dueños de los conventillos les cobraban por lavar allí la ropa.
Los diarios decían: “Lejos estamos de aquellos tiempos coloniales en que las lavanderas se habían apropiado del río para lavar la ropa del vecino del barrio, llegó el progreso”. Como suele ocurrir, para muchos el progreso está asociado a no permitir que los pobres se apropien de un espacio común.
Los conventillos
A partir del año 1891, por ley 1899 y tomando como ejemplo lo que se hizo en Europa, se inicia la construcción de las primeras cloacas. El sistema cloacal es una necesidad básica para el que piense en una ciudad saludable y moderna. Como ya dijimos, si este servicio se hubiese instalado antes, se habría evitado la muerte de muchos vecinos por la fiebre amarilla. Era y es una medida fundamental para la salubridad pública, que muchos pueblos y localidades siguen esperando en la actualidad.
Así se inicia el funcionamiento de un organismo estatal llamado Obras Sanitarias de la Nación -OSN- (año 1912). Ya hemos visto el impacto que estas transformaciones modernas tienen sobre la labor y la vida cotidiana de las lavanderas y cómo se modifica su relación con el río, a partir de allí.
Las lavanderas empezaron a desarrollar sus tareas en otros ámbitos, llamados marginales: los Lavaderos Públicos o los conventillos o en domicilio. No les quedaba otra opción que aceptar esa nueva idea llamada “Higienismo”. Pero seguía vigente aquella preocupante consideración.
La mirada negativa sobre las lavanderas y su supuesta capacidad de contagio de todo tipo de pestes culmina con la Ley 4196 (año 1903) con obligación de utilizar para lavar la ropa, únicamente, la cañería de distribución de agua potable.
Esta medida tomada por el Estado, en defensa de la salubridad, marca el fin de dos oficios primigenios de estas costas: las lavanderas y los aguateros. Como siempre, los avances de la modernidad tienen dos caras: una, ya se sabe, mejorar las condiciones de vida de la ciudad. La otra es la desocupación y, por consiguiente, el hambre de un sector de la población que en otros tiempos fue imprescindible (igual que en la actualidad).
La historia de las lavanderas de San Telmo termina definitivamente con la construcción, en el año 1910, del Puerto Madero.
Nos queda una pregunta: ¿Dónde habrán ido a parar las lavanderas de San Telmo? ¿Qué habrá sido de ellas? Y una ironía: Hubo que empezar a pensar en un lavarropas.
Lo cierto es que hubo innumerables expresiones artísticas, plásticas, teatrales y musicales de Las Lavanderas. El sainete “La Familia de don Giacomo” de Alberto Vovion (1887); fueron retratadas por grandes pintores como Goya, Toulouse, Gaudí, etc. También figuran en la literatura, como los poemas de Lope de Vega o el cuento que acompaña este artículo.
Ing.Vial Mario Briski
Las Lavanderas de San Telmo
forma parte del libro historia de la Calle Defensa,
donde existe un índice con las fechas más importantes.