FOTO del Diario de Cathy Lozada, 36 años

CUENTO

Autor: José María Fernández Alara

Fecha 21 de noviembre

Lo tenía claro. No debía haber ido al baby shower de Ivana. Era de esperar; pero no tanto. Mis amigas, “las reas de siempre”, convertidas en cool mamis consejeras. Y toda la tarde así. Como si fuera poco, solo dos solteras o desparejadas: Naira y yo. Para peor, me parece que ella es de la otra banda y está entreabriendo la puerta del placard antes que la coman las polillas. Sentí que no tenía nada que decir entre tanto pecho materno desparramado.

Mercedes, cada dos o tres sesiones, me desliza por qué no hablo de “ESO”. Siempre le respondo que no entiendo lo que es “ESO”, pero cada vez se me hace más difícil esconderme que voy a cumplir 37 y solo tengo historias de amor, siempre cortas y truncas; por suerte con sexo pasable, pero tampoco uyuyuy. 

Siento demasiado ruido a pañales ajenos y me asusta la posibilidad de quedarme solo en tía. Esto me deprime y hace rato que no me consuela lo de la carrera profesional y que hoy día la ciencia atrasó la menopausia. Si sigo así en vez de encontrar a un príncipe azul desteñido voy a mirarme en el espejo y voy a ver a la madrasta de Cenicienta sin haberme casado.

Estoy convencida de que hay un camino adelante, lástima que no lo encuentro. Bueno, si ando como ando no lo voy a encontrar. Lo mejor entonces, cuando la depre me trae picazón ¡Desmufarme! La común receta que no me arregla, pero me distrae: proponerle a Diego ir a tomar algo juntos el finde. Dos ciegos ven mejor que uno.

Diego “mi siempre a mano”. Amigo eterno, medio enamorado del amor, gay sin alardear, pata siempre, algo denso con sus cosas y como si fuera poco, hombre también. O sea, un semimachirulo querible y aguantador. Cariño suave y blanco. Él me soporta bastante. Yo un poco menos. Pero es lo que hay… para los dos. Él siempre a la pesca y yo tirando redes.

22 de noviembre 

Diego me dijo que sí y que tiene un trago que quiere pruebe ¡¿Con qué se vendrá?! Eso sí, le dije que fuéramos a un boliche como la gente. No me divierto en los de su cofradía. Como es un santo bueno, aceptó sin discutir. Arreglamos para el viernes a la nochecita.

Fecha 25 de noviembre

Salimos. Fuimos al boliche del que me habló Santi. No empezamos muy bien. Diego me contó su “nuevo trago”: Fernet batido con un chorrito de naranja y bitter. Pidió dos y apenas lo probé me pareció amargo, ácido y desagradable; para él es lo máximo. Para conformarlo tomé dos o tres sorbitos y confirmé que el fernet, venga como venga, es una moda cordobesa, que nadie se atreve a decir que es un asco y que lo único bueno es la espumita cuando le echás soda. A él no le gustó mi cara y empezó con un seminario sobre la excelencia universal del fernet. Me entregué temiendo que llegara a sostener que tiene propiedades afrodisíacas.

Mientras Diego hablaba y hablaba empecé sentir una mirada que venía de un costado. En verdad, era yo la que miraba. Un caramelo. Alto, bronceado, ojos vivos, ropa informal, jugaba con un llavero que de lejos parecía de coche importante. Estaba solo. Su vaso contenía buena cantidad de una bebida blanca ¿Tequila, Vodka, Gin? En un momento alzó su copa en mi dirección e hizo como que brindaba conmigo. Por reacción (estúpida) miré para otro costado, pero al rato me tenté. Simulé que me reía de algo que me decía Diego y miré hacia su lado. Me hizo señas de que el taburete a su lado estaba vacío.

Le dije a Diego que me iba al baño a ponerme pintura de guerra. Me sonrió, me señaló discretamente al caramelito y me dijo: “Ese no te va a convidar fernet. Suerte. Cualquier cosa estoy aquí”. Mi respuesta fue: “para esto no necesito ayuda” y con la mandíbula alta rumbié para el taburete vació.

Un encanto de tipo. Caballero, simpático, entrador. Al rato estábamos pasándola bien. Empezamos con los bueyes más perdidos y la filosofía del maní sin cáscara y de a poco comenzamos a dejar las sonseras y a charlar un poco. Como a todos los de su especie no se le caía la sonrisa, cosa que a mí me mufa y a la vez me desorienta un poco.

Le zampé mi “comenzá vos” y me gustó porque se frenó. Noté que no sabía qué decir y que se le escapaba la sonrisa. Quiso ganar tiempo preguntándome si venía seguido al boliche, pero lo centré: “Tenés 10 minutos para convencerme de que prefiero estar con vos y no con mi amigo de allá”.

Me gustó que se quedó cortado. Tomando aire, tratando de disimular, comenzó a contarme que tenía una pequeña empresa, que no acostumbraba a venir a los boliches, que le gustaban las mujeres independientes y bonitas. Con esta última palabrita, lo que venía bastante encaminado empezó a perder puntos en mi boletín de calificaciones.

Como no dejaba de mover el llavero miré y detecté el logo BMW, que impone respeto a cualquiera. “Apagá el motor”, le dije y el chabón se quedó duro. “Es una costumbre”, me contestó y guardó el aparatito. Ahí fue que le detecté cierto mirar para un costado, que me llamó la atención.

“¿No serás casado?” le zampé fría y a los ojos. “¿Me viste cara?” contestó con una sonrisa canchera. “No nació… o recién la estoy conociendo”. Y se rio de su propio chiste.

Diego pasó a nuestro lado y haciéndose el tonto miró su reloj. Yo le hice gesto de rajate ya y se esfumó presuroso hacia el baño. Me llamo Agustín… comenzó a contar mi compañero de taburete. Padre abogadón y madre profesora de no sé qué. El tipo seguía por ese lado curricular en vez de hablar de algo más personal, pero la cosa no me disgustaba, estaba fuerte y su cancherismo no superaba la media acostumbrada en estos boliches. Tenía las manos suaves, las muñecas sin vello y las uñas bien cortadas. Vamos a ver qué resulta, me dije y le sorprendí otra mirada hacia el costado.

“Cuando estás con una mina, no se mira a otra”, le dije en mi mejor tonito casual. Bajó la vista y se tragó medio vaso. A mi mirada interrogativa de si era borracho perdido, acotó que era agua y que no tomaba cuando conducía. Y de vuelta el llaverito dando giros en sus dedos. 

Para ver si podía armar un puente comencé a contarle de mi trabajo en el laboratorio, sin muchas especificaciones ni confidencias. Sé que oír “laboratorio” impone respeto y seriedad. A veces demasiado, pero viene bien para ahuyentar a los solo divertidos. Ya me ha pasado varias veces. 

El tipo no mosqueó mucho, pero detecté un levantar mínimo de cejas. Seguí hablando como si nada y volví a notar la mirada para el costado. Iba a preguntar qué le pasaba cuando fui interrumpida por un par de chiquilinas que sin mirarme ni respetar que estaba hablando, chantaron con desparpajo de nenas ricas: “Manuel, llevanos a casa que la vieja nos pidió que lleguemos temprano. El viejo se va a avivar que le birlamos el coche con chofer incluido. En el VIP la pasamos de diez, pero ya nos excedimos casi una hora… Dale, vamos”. Y tironeándolo como propio lo arrastraron con ellas. 

Soy rápida, pero apenas pude decirle: “saludos a tu papá, el abogado”. Lo hubiera querido putear en todas las dimensiones que me sé, pero ya estaba en la puerta con las borregas y no se había dado vuelta ni para saludar. Solo le vi las orejas coloradas ¡Llevaba el llavero dando vueltas en la mano, el pelotudo!  

Diego, que vio el desplante, no pudo disimular una sonrisa y se ligó una buena carajeada. Como venganza me alcanzó el vaso con el fernet producido. De bronca me lo zampé de una. Todavía me arde la garganta, mierda.

Si tengo que resumir esta salida- aventura: Otra vez sopa. Esta vez sopa de boludo. Diego se portó como un amigo. Se tragó un montón de palabras en silencio, sin mirarme me acarició la espalda… y pagó el taxi.

El martes tengo terapia. Seguro que me voy a encontrar con “ESO”.

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