La jugada grupal
Por Clara Rosselli
El sol de la media tarde baña las copas de los árboles del Parque Lezama. La primavera se acerca, se nota en el clima cálido. En lo alto del anfiteatro que da sobre la calle Brasil, las mesas de cemento con tableros de ajedrez ya están ocupadas por jugadores y espectadores. Todos concentrados en las partidas. El público, ubicado en círculo por detrás de los dos ajedrecistas, mantiene su mirada impertérrita a los movimientos de las reinas, de los alfiles, de las torres, de los peones.
Podría decirse que el ajedrez lo juegan solo dos oponentes pero, en el Lezama, todo el grupo está atento a las jugadas. Si alguno de los contrincantes se cansa, cualquiera de los espectadores gana su turno para jugar. El juego no es solo la partida sino también el grupo de gente que convoca. Casi todos se conocen, aunque tal vez no sepan sus nombres.
Uno a uno, mientras las partidas se van sucediendo, el repertorio de espectadores aumenta y disminuye gradualmente. Al llegar, un apretón de manos a cada uno del grupo, alguna palmada en la espalda, un “¿Cómo estás?” amistoso. Pero cuando la partida de ajedrez comienza, se hace silencio. Los que no juegan siguen de cerca las estrategias de los ajedrecistas y alguno que otro susurra una jugada. “Vengo todos los días, bah… todos los días que puedo” dice Pedro Simonetti y agrega “(El ajedrez) es bueno para la mente, para mantener la mente activa”. Como si se tratase de un tango, Pedro, que está sentado, le hace un gesto a otro que está mirando desde hace rato la partida que acaba de terminar y lo invita a comenzar una nueva.
Por lo general en este espacio, delimitado por árboles, pasto, gente paseando, animalitos y cielo, todo es pura concentración. Como las mesas de ajedrez están apareadas, algunos de los presentes van deslizando sus miradas de una a otra porque en las mentes del grupo se trazan las jugadas, pero solo dos de todos ellos mueven las piezas.
Carlos, un brasilero de rizos que le caen sobre la cara, preocupado por la situación general de la inmigración en el mundo, nos comenta su opinión del ajedrez: “El ajedrez es bueno para educar. Y además lleva al fortalecimiento de la amistad. Vi en la tele que están por abrir una escuela de ajedrez para niños. Cuando no tengo que trabajar, vengo a jugar”. Vive en San Telmo hace dos años y dice que le gusta el barrio porque “la gente es abierta”.
Me llama la atención que en los bancos solo haya hombres, de hecho yo soy la única mujer en el círculo. “Casi no juegan las mujeres acá. Mi esposa me acompaña los domingos al parque, pero prefiere ir a la feria o a tomar mate con sus amigas del barrio” dice Pedro, a quien apenas logro distraer del tablero. Otra cuestión que encuentro singular es que de todos los que asisten hay un alto porcentaje de jubilados, luego algunos hombres de entre cuarenta a sesenta años y apenas un par de treintañeros.
El sol se va moviendo y lo mismo hacen algunos jugadores, buscando los últimos rayos antes de que termine la tarde. Cuando abandono a los grupos que aún imaginan jugadas, todavía no son las seis de la tarde. Pedro, que baja la barranca a encontrarse con sus amigos de la única mesa que está casi llegando a Paseo Colón, me hace una seña en forma de saludo y ya siento que soy un poco parte de esos grupos. Sé que cuando vaya el próximo domingo a verlos jugar, todos me darán la mano y me dirán, amistosamente, “¿Cómo estás?”.
Muy buen articulo y gracias por haber eligido una foto mia para ilustrarlo.