“Tenemos que crear una cultura de la solidaridad”
El Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ), que preside Pérez Esquivel, está ubicado en Piedras 730 en un edificio antiguo y modesto de San Telmo, barrio donde nació y se crió el Premio Nobel de la Paz.
El Sol: -¿Qué recuerdos tiene de su infancia en nuestro barrio?
APE: -Muchos. Mi madre era hija de una india guaraní y mi padre era un pescador gallego. Vivíamos en un conventillo. Mi niñez pasó cerca de la Plaza Dorrego y el lugar de juegos era el parque Lezama. Los socialistas habían creado bibliotecas populares en los parques, eran kioscos muy lindos estilo francés donde íbamos, le pedíamos al bibliotecario un libro y nos tirábamos bajo un árbol a leerlo. En ese entonces no había televisión. Ahí leíamos de todo y después lo comentábamos. La otra cosa que recuerdo es que mi padre me llevaba a los tambos y ahí mismo, donde estaban las vacas, tomábamos la leche con vainillas. Para mí eso era la gloria. A la tardecita, cuando todos salían de trabajar, la gente sacaba las sillas a la vereda. Todos los vecinos nos conocíamos y jugábamos a la pelota. Y lo otro que me quedó grabado de aquella época es que había muchos negros, a los que llamábamos mula-tos. Tenía compañeros hijos o nietos de ex esclavos que salían a bailar el candombe a la calle. También había muchos italianos y gallegos. Entonces, cuando llegaba el Carnaval, era una fiesta. Yo pasaba de la República de San Telmo a la República de La Boca. La frontera estaba donde termina el parque Lezama, no había que presentar pasaporte ni nada (bromea). En ese entonces yo ya había empezado a pintar y a dibujar. Éramos chicos, íbamos a las cantinas y, fundamentalmente, los sábados y domingos comíamos tallarines en lo de Quinquela Martín. El pintor había formado “La Orden del Tornillo”, una condecoración que otorgaba a personas reconocidas. Él decía que a todos les faltaba un ´tornillo´, entonces ese era el distintivo que daba. Y también fue él quien tuvo la idea de comenzar a pintar las casas de chapa que hacían los genoveses, de distintos colores. Al maestro lo veíamos todas las semanas. También conocí a Alfredo Palacios. Lo llevaba a su casa, de la calle Lavalle, en mi coche. Estudié en el colegio de los franciscanos y a los diez años comencé a vender diarios, porque teníamos que comer. No tenía plata para comprar los libros nuevos, entonces los compraba usados. Me había hecho amigo de los libreros, especialmente de uno que estaba detrás del Cabildo aunque nunca supimos nuestros nombres: él era “Don” y yo “el pibe”. Le decía: “Don ¿qué me recomienda para leer?” y él me aconsejaba. Vendía diarios en el tranvía que iba de San Telmo a Plaza de Mayo y me ahorraba unas monedas para los libros, era lo máximo. Yo no tenía a nadie que me controlara, mi madre había muerto cuando era pequeño y mi padre tenía que trabajar, así que nosotros íbamos a la escuela, nos reuníamos con la bandita y nuestra diversión eran los libros. También íbamos a pintar a La Boca los sábados y domingos. Después de que la gente rica se fuera a la zona norte, por la peste amarilla, toda esta zona quedó para los inmigrantes y para los hijos de esclavos. San Telmo es un barrio fantástico. Dicen que uno vuelve siempre al primer amor.
El Sol: -¿Cuándo comenzó a interesarse por la causa de los pobres y oprimidos?
APE: – ¡Si yo era un pobre! A mí nadie me tuvo que enseñar nada, era un chico que comía un día y dos no. Había un gallego que tenía un bar y nos fiaba un café con leche con 3 medialunas y 3 rollitos de manteca y dulce de leche. Era la única comida del día. Cuando cobraba por la venta de diarios, iba y le pagaba. Antes, la verdurita para la sopa te la regalaban, como los huesos con caracú o el hígado. Después comencé a trabajar en la parroquia, a acompañar a la gente en los barrios. Todavía no se hablaba de villas miserias, lo más pobre eran los conventillos. Mi padre quedó ciego cuando yo tendría 13 años. Ya era la época de Perón, entonces alguien me dijo: “¿Por qué no le escribís a Evita?” Pensé que no me iba a llevar el apunte, pero después pensé el “no” ya lo tengo. Entonces agarré un cuaderno Rivadavia, le arranqué tres hojas y le escribí explicándole la situación: que mi padre quedó ciego y necesitaba una jubilación. Fui a la Fundación Eva Perón y la entregué en Mesa de Entradas. A la semana, una mujer hermosa golpea la puerta de la pieza y me dice: “¿Vos le mandaste esta carta a Evita? Le impresionó mucho tu carta y me mandó a ver a tu padre. ¿Está él?”. Mi padre, como no veía, estaba con la luz apagada en la pieza y ella me dijo “¿Nos dejás solos un momento?” y se quedaron como media hora conversando. Cuando salió esta señora, que era la secretaria de Evita, me dijo que en una semana aproximadamente iba a tener una respuesta. A los 15 días mi padre estaba jubilado, gracias a Evita. Sin propaganda, silenciosamente. Lógicamente, para mi Evita fue una mujer maravillosa. Mirá dónde la tengo (muestra con orgullo las fotos de la Abanderada de los Humildes, que hay en su despacho).
El Sol: -¿Cómo ve el mundo en la actualidad?
APE: -Se ha generado una cultura de la violencia, sobre todo a través de los medios de comunicación. Te voy a dar datos muy concretos: el 98 por ciento de las pelí-culas que vemos son violentas y norteamericanas. No vemos cine latinoamericano, muy poco europeo y no sabemos lo que pasa en el continente. Hasta los dibujos animados para los chicos son violentos. Esto incide en el comportamiento de ellos y de los grandes que no tienen conciencia crítica. Toda la historia que nos enseñaron, es la historia de la violencia: las revoluciones, las guerras, las muertes. Se enaltece a los héroes guerreros, pero no a una mujer que trabajó y que se formó como una educadora o a una ama de casa; eso no cuenta. Hay una violencia social y una estructural. El hambre o la mar-ginalidad producen violencia, hablamos de la violencia de género pero tenemos que hablar también de la vio-lencia hacia los niños. La palabra se ha transformado en violencia, con una palabra podemos amar o destruir. Y esto tiene mucho que ver con la cultura. Recuerdo siem-pre a José Saramago, escritor portugués y amigo, con quien estuvimos en muchas reuniones juntos, cuando una vez en un congreso en Barcelona dijo que “la escuela no educa”. Se armó un revuelo bárbaro. Eran educadores y premios Nobel, entonces agregó: “La escuela informa, instruye, pero la que educa es la familia y la comunidad”. Hay una cultura de la violencia y tenemos que cambiarla por una cultura de la paz.
El Sol: -¿Cree que ahora eso está cambiando positivamente?
APE: -Lamentablemente, no. Creo que a nosotros nos están imponiendo un pensamiento único y violento. Es una economía del descarte de los que menos tienen y la concentración del poder en pocas manos. Sobre esto es lo que tenemos que luchar. Pero también hay una violencia a la madre Tierra, a la madre Naturaleza, con la destrucción de los recursos de la Creación. Hay una violencia sobre el agua, la destrucción de la biodiver-sidad. El ser humano está destruyendo la casa común, este planeta Tierra, que es lo único que tenemos. Esto es lo que tenemos que tratar de cambiar.
El Sol: -¿Qué podemos hacer las personas comunes para contribuir a mejorar este mundo?APE: – Todos somos personas comunes. Nosotros no estamos en las estructuras del poder. Vos sabés que el sentido común es el menos común de los sentidos. Primero, hay que tratar de cambiar el medio en el que vivimos, tener conciencia de esto, porque si nosotros generamos en nuestros hijos o nietos actitudes violentas, ellos van a res-ponder de la misma forma. Hay que cambiar muchas cosas en la educación y en los medios de comunicación. Por ejemplo, la diversidad ¿Quién monopoliza la televisión? Las publicaciones deberían apuntar a la conciencia críti-ca, a los valores, a las identidades, a la pertenencia. Debo reconocer a qué lugar pertenezco, quién soy o, si no, paso a integrar esa masa informe que es manipulada por aque-llos que tienen el poder. En esto los partidos políticos no hacen absolutamente nada, es más exacerban todo esto. La seguridad pasa por poner más policías, más control so-cial, más represión. Cuando en realidad la seguridad pasa por dar condiciones de vida dignas, que no se mueran los niños de enfermedades evitables, que la gente pueda te-ner un trabajo digno, que pueda sonreírle a la vida. Hay que cambiar el pensamiento, la gran riqueza de los pueblos es la diversidad, nunca la uniformidad y aquí nos están sometiendo a esta política de dominación cultural.
El Sol: – En el libro “La fuerza de la esperanza”, que escribió junto con Daisaku Ikeda, usted rescata la figura del “Consejo de Ancianos”, como en los pueblos originarios ¿Podría explayarse sobre ese punto?
APE: – Sí. Daisaku Ikeda es un filósofo japonés con una gran visión del mundo, un hombre que trabaja mucho por la paz y lo hace desde el campo de la educación. En el senado romano eran los ancianos quienes tenían la sabiduría, aquí los mandamos al geriátrico, los tene-mos olvidados y no aprovechamos toda la sabiduría que muchos de esos ancianos tienen. La vida es como una posta. Por eso con Daisaku Ikeda hemos trabajado mu-cho sobre ese punto, sobre el sentido de la humanidad. Si nosotros no tenemos conciencia hacia adónde vamos, estamos perdidos. Por eso es muy importante la espiritualidad también. Nadie puede ser feliz a solas, para ser feliz tenemos que compartir la vida.
El Sol: – Para finalizar ¿Cree que cada pueblo tiene el gobierno que se merece?
APE: -Mirá, a veces los pueblos votan por impulsos. Lo que pasa es que nosotros tenemos una democracia en la que delegamos el poder. Y sería importante construir la democracia participativa, donde el pueblo pueda co-rregir los errores. Porque muchos gobernantes, cuando llegan al poder, hacen lo que quieren y no lo que deben. Entonces hay que tratar de encontrar caminos alterna-tivos hacia la democracia participativa. En la reforma constitucional de 1994 están las figuras del plebiscito y la consulta popular, hay que preguntarse por qué -hasta el día de hoy- los diputados y senadores no las votaron. No quieren la participación del pueblo y están dañando el derecho del pueblo a un ejercicio democrático. Como dice el mencionado libro: “Si miramos en profun-didad la vida de los pueblos, vemos que estos -hombres, mujeres y jóvenes-, sin pretender ser héroes, buscan día a día que un pimpollo pueda florecer y que se logre el milagro. Ese florecer está en la lucha cotidiana, en la sonrisa de un niño a la vida, en construir la esperanza, en poder iluminar los caminos y saber que en el esfuerzo está la liberación”
Diana Rodríguez – Fotos: Damián Sergio