A nuestros vecinos de Monserrat

Al poco tiempo de llegar a Barcelona, en 1976, conocí a un joven matrimonio de uruguayos que acababa de tener una beba. Fueron muchos los argentinos y los latinoamericanos en general que conocí en esos primeros tiempos de mi expatriación. A tantos de ellos los perdí por el camino, a algunos los conservé como amigos. Era un movimiento natural de protección la búsqueda de compatriotas en esos tiempos iniciales para todos nosotros. Luego, a medida que nos fuimos integrando en la sociedad, nos alejamos de aquéllos con los que solo teníamos en común el origen y la desprotección.

Pero como dije, la búsqueda del calor de la manada no se reducía a los connacionales sino que se extendía a los que provenían de otras naciones latinoamericanas, con quienes compartíamos no solo la solidaridad de las circunstancias comunes sino también la diferencia de la idiosincrasia que nos alejaba de nuestros anfitriones hasta una distancia que, por entonces, considerábamos insalvable.

Vuelvo a mis amigos uruguayos. Cuando los padres se presentaron en el registro civil para la inscripción de la recién nacida tuvieron que declarar, como es natural, el nombre que habían elegido para ella. Estábamos en los primeros tiempos de la transición de la dictadura a la democracia y algunas instituciones tradicionales, no obstante haber sido ya derogadas, se resistían a admitirlo. Así ocurría con el santoral como fuente única de nombres. El diálogo entre los padres y el oficial del registro civil, tal como ellos me lo contaron, se desarrolló de la siguiente manera:

-¿Qué nombre han escogido ustedes para la niña?

-Yuyo.

¿Cómo ha dicho?

-Yuyo.

-¿Y eso qué es? No pretenderá usted que eso sea un nombre.

Mis amigos no se dejaron intimidar aunque trataron de resultar convincentes:

-Sí que es un nombre. Yuyo en nuestro país es lo que ustedes llaman “hierba”

La oficial, porque era mujer, se negó a entender y montó en cólera como le suele ocurrir al español medio cuando algo no le entra en la mollera.

-¡Pero están ustedes locos, como quieren ponerle “hierba” de nombre a la niña!

Los padres usaron la táctica inteligente de evitar la confrontación, porque ya empezaban a conocer a los peninsulares y sabían que si enfrentaban a la oficial los despediría con cajas destempladas aunque no le cupiera ese derecho y entonces el tema de registrar a su hija se pondría complicado.

-¿No le parece lindo?

La oficial juntó las cejas:

-No, para nada.

-Bueno, entonces díganos usted ¿Qué nombre le parece que podríamos ponerle?

La empleada arrugó la frente por el esfuerzo de pensar algún nombre decente y original:

-Pues, pónganle ustedes Montserrat.

Los uruguayos se consultaron con la mirada, parecieron considerarlo seriamente:

-No está mal pero, como usted habrá visto, aunque hablamos la misma lengua, a veces los uruguayos usamos otras palabras para decir lo mismo que ustedes, ya lo ha podido comprobar con el caso de “hierba” y “yuyo”. Entonces, estamos de acuerdo con “Montserrat” pero se lo vamos a poner como lo decimos nosotros: Anóteme a la gurisa como “Monteserruchado”.

-¡Cómo van a llamarla ustedes “Monteserruchado”! Yo no puedo anotarla con ese nombre.

-Bueno, entonces póngale “Yuyo”.

Yuyo tiene hoy cuarenta años. Se siente catalana aunque no reniega de la savia charrúa que sube por sus raíces. Siendo así visita con frecuencia a sus padres, que regresaron a Uruguay cuando el país recuperó la democracia y viven en su ciudad natal de Tacuarembó. Viaja acompañada con su única hija que también es catalana y a la que -ahora que el santoral ha quedado sepultado en la historia negra del nacionalcatolicismo español- su madre puso el nombre de Hierbayuyo del Montserrat.

Jorge Andrade (Escritor y economista).

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