Barrio

Había llegado el verano pero aún era primavera. Hacía calor, como si cansado del invierno el tiempo se hubiera adelantado al calendario. De un día para el otro el barrio pareció más alegre, en sus calles sin árboles el sol se hacía sentir y en los balcones, de pronto, los malvones despertaron de su letargo.                                    

Santiago se levantó esa mañana con la alegría de saber que era sábado y, sin obligaciones, podría disponer del día a su antojo.     

Salió al patio, que mantenía la frescura de la noche, cuando de improviso el aleteo de una torcaza, que salió volando desde su escondite entre las ramas del limonero, lo sobresaltó; luego, la suave brisa que venía del sur esparció en el aire el aroma de los primeros azahares del naranjo centenario y se sintió feliz.

Como Matilde seguía durmiendo, salió a caminar como lo hacía cada fin de semana; en la calle saludó a los porteros que charlaban mientras el agua de las mangueras corría sin prisa arrastrando, hacia la alcantarilla de la esquina, la suciedad del día anterior.                        

Caminó unas cuadras y con sorpresa vio que se acercaba Raquel, que venía de su casa ubicada frente a la plaza Dorrego.

– Hola cómo anda usted, le dijo con la evidente intención de charlar un rato.

– Muy bien, le contestó Raquel. Qué suerte verlo ya que aprovecho esta ocasión para decirle que los dibujos de Anita me han parecido muy buenos; esa chica debe seguir Bellas Artes, sin duda tiene talento, concluyó con su proverbial amabilidad.

– No sabe cuánto me alegra saberlo, le agradezco que haya aceptado ver el trabajo de mi hija pero especialmente por la importancia de un juicio tan valioso como el suyo, agregó Santiago.

La prestigiosa pintora se despidió con premura y se alejó hacia el Bajo, él feliz y orgulloso siguió por Defensa hacia el sur.

Como si se hubiese tratado de un terremoto selectivo en la avenida Independencia se veían edificios parcialmente demolidos, con sus plantas bajas tapiadas y puertas en los pisos superiores que abrían al vacío. Frente a la ventana de uno de ellos una silla, en la que ya nadie se sentaría, esperaba inútilmente a sus dueños.

Un poco más allá, en la esquina de Bolívar, la añosa casa de los Benoit mostraba signos inequívocos de las piquetas demoledoras. En unos días, imaginó Santiago, ya no quedará nada y casi sin pensarlo recogió un pedazo de ladillo de alguna casa demolida, no como recuerdo sino por un acto de piedad.

Miró la hora en su reloj y se dio cuenta de que no había desayunado, sin dudarlo pero apurando el paso llegó hasta el Británico, donde un café con leche y medialunas le ayudarían a pasar el tiempo hasta el mediodía.

Se sentó junto a una ventana, desde la cual se podía disfrutar de todos los verdes del Parque Lezama que iluminaban, con reminiscencias de bosque, a Pedro de Mendoza en su monumento y al bajorrelieve de la indígena, cuyos brazos abiertos y las manos extendidas, parecía estar comprobando si todavía llovía en San Telmo.

Calmado el apetito mañanero emprendió la vuelta.

Al pasar por la peluquería, a la que iba desde chico, pensó que no le vendría mal un corte de pelo y -sin dudarlo- entró a ese santuario masculino de los años treinta rodeado de espejos art decó que multiplicaban los brillos plateados de los muebles cromados y la imponencia del artefacto para los fomentos calientes imprescindibles para finalizar una buena afeitada.

La siguiente parada fue en la panadería, en donde no perdió la oportunidad de conversar un rato con las vecinas mientras le preparaban el paquete de facturas para el mate de la tarde y luego, ya un poco cansado, consideró que era el momento de regresar a su casa.

Caminaba pensando en lo contenta que se pondría Anita cuando le contara el elogioso comentario de Raquel. Al cruzar Chile notó que un automóvil aminoró su marcha hasta igualar a la suya. Extrañado, vio como los tres ocupantes del vehículo lo miraban fijamente durante unos metros y luego, sin más, reanudaron su camino.

Angustiado, Santiago apuró el paso y -a pesar del sol- tuvo la certeza de que el barrio se había vuelto más oscuro.

                                                                                         Eduardo Vázquez

Notas

1. Raquel Forner (1902-1988) es considerada una de las artistas más destacadas de su generación. Con su esposo, el escultor Alfredo Bigatti (1898-1964), vivieron en la casa taller ubicada en la cortada Bethlem 443 -CABA- construida por el arquitecto Alejo Martínez.

2. Pedro Benoit (1836-1897) fue un arquitecto de gran trayectoria en el país.

Raquel Forner
Interior del Bar Británico

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