Cambalache

Quizás una característica principal de este nuevo siglo, sea la rapidez con que las cosas suceden. La tecnología con sus indiscutibles adelantos estableció la idea de que hay cosas nuevas y cosas que ya son viejas y sobre todo, que el lapso en el cuál algo pasa de nuevo a viejo, debe ser muy corto.

Claramente esta idea está ligada al consumo y a la rentabilidad y si bien es una idea conocida hace tiempo lo que tiene de nuevo hoy es que no se sólo se aplica a lo económico sino también a lo social. Parece que ya no hay tiempo para esperar que las cosas sucedan, es como si el presente hubiera perdido terreno ante el futuro. Caso puntual es la televisión respecto a un programa nuevo: si no tiene rating en las primeras 3 emisiones, sale del aire sin miramientos.

San Telmo, por supuesto, no pudo escapar a estas nuevas reglas y teniendo una fuerte presencia de comercios en sus calles, la idea de la rapidez tiene un gran campo para desplegarse. Los vecinos fuimos testigos del desfile de comercios que pasaron, y pasan, por los locales comerciales del barrio. En este panorama, la pregunta ineludible es cómo afecta ésto al barrio y a sus habitantes? A fin de buscar una respuesta podríamos hacer una breve clasificación de los comercios nuevos estableciendo como criterio qué aportan al barrio y qué uso posible puede hacer el vecino en su vida diaria. Encontraremos así que un restaurante, no de los caros, aporta mucho más que una casa de cambio con una estética absolutamente detestable, también podríamos decir que una casa de ropa cara aporta menos que una verdulería, sin embargo la casa de ropa con su vidriera aporta en estética. Podríamos continuar analizando los comercios nuevos y seguramente no todos llegaremos a las mismas conclusiones ni ubicaríamos a los mismo comercios en las mismas categorías, pero seguramente todos los análisis se encontrarían con un problema al intentar clasificar un tipo de comercio: Los locales de regalería. Al intentar clasificarlos, seguramente todos nos demos cuenta que a nuestra tabla le falta una columna, la de los comercios que no aportan absolutamente nada, ni al barrio ni al vecino e incluso no sólo no aportan, si no que restan.

De qué nos sirve un comercio que vende “recuerdos” de la esquina de nuestra casa? Más todavía si esos recuerdos parecen salidos de la pesadilla peor de un artista plástico mediocre? Puesto así, a primera vista, estos comercios parecen graciosos e inocentes, “que linda la parejita bailando tango en el empedrado a la luz del farol!” diría el turista, pero hay algo mucho más oscuro en la lógica con que operan este tipo de comercios: ellos venden la imagen de un San Telmo que ellos mismos con su presencia se encargan de destruir. Si bien es verdad que en la esquina de nuestra casa ya no se baila el tango a luz del farol, también es verdad que San Telmo es un barrio donde viven personas y no un destino turístico para que los extranjeros “aprovechen el cambio”. Los locales de regalería funcionan cómo un faro que avisa al viajero la presencia de tierra firme para comprar,  construyendo así una identidad absurda de un San Telmo donde, según los “recuerdos” que venden, un señor toca el bandoneón en una esquina de empedrado fluorescente.

A los barrios nos les hace bien convertirse en destinos turísticos ni en centros comerciales, eso los destruye, los convierte en un mero soporte para el desarrollo de un negocio que sólo beneficia a los comerciantes, les roba la identidad y coloca en una especie de limbo a las personas reales que con su trabajo construyen el lugar donde viven. Todos los domingos, los vecinos de San Telmo ya sufrimos una muestra gratis de eso de ser “un destino turístico”, cuando el verdadero San Telmo desaparece a la fuerza para vestirse del “San Telmo” de la foto del folleto turístico.

Esperemos que la lógica del rating en televisión alcance también a los comercios que nos destruyen y nos ocultan como barrio y una mañana cualquiera descubramos que en dónde estaban, se abrió un nuevo comercio que nos gusta y que nos sirve o un nuevo café en el que podamos pedir algo sin miedo a pronunciarlo mal o en el que podamos, simplemente, sentarnos a esperar que venga el mozo a preguntar que vamos a tomar.

Texto y foto: Damián Sergio

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