Carlitos, y un café con historias (II)
Recuerdos de Carlos Encina Alarcón, uno de los tres mosos del Bar Británico antes de su cierre de 2006
La mesa de la muerte
Ella no podía faltar. La dama de fraseo sombrío. Ahí donde a veces la poesía y la metafísica juegan su partida silenciosa, esperando en un rito de copas y pocillos con un gesto imperceptible para casi todos. Salvo para aquellos que sin tapujos aceptaban el desafío.
En madrugadas de licores y noches invernales alguien deslizó una confesión tranquilizadora. Así como ella da su nombre a una mesa de nuestro bar, habría en algún sitio inconcebible para nuestros sentidos, la mesa de la vida eterna. En ella, dicen, mantienen charlas prolongadas Mignones y el viejo Silva. Siempre, siempre…con la mirada puesta en el horizonte porteño de la triple frontera. Siempre con un oído atento a la última ocurrencia de una mesa nutrida de soledades encontradas.
“¡Esa mesa tenía una historia terrible! Estaba pegada a la columna y tenía una sola silla. Por lo general era la mesa que elegían los solitarios, los abandonados…Estaba frente a la barra y la ocupaban, en general, los que estaban en soledad porque podían conversar con el mozo que estaba a cargo de la barra y con el mozo que ocasionalmente se sentaba en la mesa de al lado.
El mito era que el que se sentaba ahí ya estaba para partir. ‘A la Chacarita derecho’. La gente que se sentaba en ese lugar no siempre se había sentado allí. Venía de años sentándose o compartiendo otras mesas y solitos se iban a esa mesa en algún momento para terminar falleciendo en poquito tiempo.
Por ejemplo el legendario amigo Silva. Un hombre mayor, totalmente calvo, de anteojos redondos y un gorro de piel como para ir al polo. Silva empezó a tener conductas raras después de un problema de salud y se empezó a aislar, a sentar en esa mesa a pesar de nuestros ruegos. “¡Silva no te sentés en esa mesa por el amor de Dios, parate en la barra si querés pero no te sentés en esa mesa!” pero no. Él eligió la mesa y a los tres meses falleció.
Por lo tanto era como el lugar elegido por el placer de la despedida y la utilizaban cuando sentían que iban a partir. A veces no había lugar en todo el bar que no fuese ese pero aún así, en esa mesa, no se sentaban. Quedaba libre. Y si alguno no habitué se sentaba se le avisaba: “Está sentado en la mesa de la muerte. Esta es la mesa de los que se despiden de la vida.”
Ahora se acabó el mito porque la gente que está al frente del bar no sabía de la tradición. Puso en su lugar una mesa doble y ya no hay más mesa de la muerte.”
El cierre
“En realidad cuando se produce la posibilidad del cierre los primeros perjudicados fueron los gallegos, porque ellos no llegaron a entender nunca que se les había terminado el contrato de locación y al no renovar tenían que entregar el local.
Entonces fueron abordados por una cantidad de gente que quería hacer negocio y continuar con el bar. Empresarios, inmobiliarias, gente del rubro…
Ahí vino el problema porque toda esa gente empezó a ofertar una cantidad de dólares por el fondo de comercio. Entonces hablamos en una mesa del café los gallegos y yo con Benvenuto, el dueño del local. El señor Benvenuto en esa primera reunión puso las cartas sobre la mesa y nos dijo que se podía seguir al frente hasta abril de 2006 y el señor Souza, que también formaba parte de esa reunión, iba a seguir adelante con la empresa.
Fue así que los gallegos preguntaron que iba a pasar con el fondo de comercio y la respuesta fue que podía negociarse una cantidad de plata por las instalaciones.
A mi no me pareció descabellado pero a los gallegos que les habían informado los valores que se manejaban se habían hecho la idea de vender el fondo de comercio en una gran suma de dólares. Trillo, que era el más ávido, dijo ‘arreglemos en noventa mil dólares y que la gente que viene se haga cargo de los empleados’. Pero Souza les ofreció diez mil dólares. ¡Bomba letal! Los gallegos saltaron como leche hervida. Dijeron que con diez mil dólares no pagaban ni la tostadora. Agrandándose Trillo dijo ‘esto no sale menos de ciento veinte mil dólares.’
Toda esa puja, todo ese tire y afloje, se hizo adentro del bar, y por lo tanto los clientes habitués que se encontraban en ese momento no pudieron dejar de escuchar lo que se hablaba en la reunión.
Para ese entonces yo estaba por incorporarme como socio. Había hecho un arreglo con Mignones que se retiraba. Pero claro, ante estos acontecimientos todo quedó sin efecto. Lo concreto es que no se llegaba a ningún acuerdo y lo tuve que llamar a Mignones porque me dijeron: ‘usted no figura en los papeles’ y tenían razón, porque mi arreglo había sido personalmente con Mignones. Finalmente le buscamos la vuelta legal y me hizo participar como representante.
El tema es que se negaban rotundamente a pagar el fondo de comerciom y como resultados de las escuchas de la gente del bar, comenzó a gestarse un clima de agitación que fue creciendo cada vez más.
‘¿Cómo qué no le quieren renovar a las gallegos?’
Empezó a correr la voz de alarma de que se iban los gallegos.
‘¿Te enteraste…se van los gallegos?’
‘¿¿¿Cómo se van los gallegos…seguro???’
¡Te podés imaginar! Se fue creando una psicosis. Porque El Británico para el barrio es más que un simple bar, es un verdadero club social. Los ajedrecistas, los del dominó, los tacheros, los buscas, los solitarios…se armó un clima que trajo aparejada una cantidad enorme de propuestas a los gallegos.
Hasta que un mediodía llegó Trillo y me dice: ‘Hombre, anduvo una mujer aquí que dice que no podemos irnos, que tenemos un derecho y ¿por qué no te das una vuelta tú que puedes entender mejor las cosas que habla? Era Alicia Pierini, la Defensora del Pueblo.
La fuimos a ver a la oficina con unos vecinos. El tema era que se trataba de un bar histórico, que no se sabía a ciencia cierta que se iba a hacer y no se podía tirar abajo con toda esa historia. Yo le dí el nombre de Benvenuto para que le explicara la idea de una continuidad, es decir un bar de las mismas características.
Había un gran alboroto entre los habitués que frecuentaban el bar en todos los horarios hasta que alguien propuso juntarse todos y llevar un petitorio al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que en ese momento encabezaba Telerman, para que expropie el lugar y lo declare patrimonio social y cultural del barrio. Cosa que es imposible porque en este país la propiedad privada es sagrada.
Yo quedaba en el medio de todo eso. Un poco por ser el más joven y otro quizás por entender algo más. Nos asesoramos sobre como encarar el petitorio para ser entregado a los legisladores pero en definitiva no teníamos la menor idea de quien iba a ser el encargado de llevar adelante El Británico de ahí en más, si eso fuera posible.
A los gallegos, en principio, todo ese movimiento les gustó porque se sintieron protegidos. Pero, ya con el tiempo, cuando el dueño de la propiedad les avisó que en marzo debían desalojar el café el asunto empezó a preocuparles.
¡El tema es que el bar fue prácticamente tomado por la gente! Seguían las discusiones, las asambleas, y se generó un caos colectivo porque alguna gente ya ni consumía. Se hacían largas reuniones y los gallegos miraban como su bar estaba casi usurpado por toda esa gente. Empezó a darse un conflicto de poderes.
El de la noche, Manolo, dijo: ‘yo estas reuniones no las permito más’.
El de la mañana, Trillo, dijo: ‘yo las permito pero por tanto tiempo’ y yo que había quedado al frente de la tarde decía: ‘hagámosla pero ocupando solo algunas mesas’, no utilizando todo el bar porque teníamos que seguir facturando. Había que afrontar los gastos que seguían siendo los mismos y nosotros teníamos qué vivir.
La situación se fue haciendo caótica, hasta que empezaron a aparecer incluso personajes de la política. ¡Scioli mismo, el Vicepresidente de la Nación llegó a hacerse presente!
Claro, entre tantos habitués había gente con muchas relaciones que ayudó para que esto se produjera. Fue como una rebelión en masa y yo creo inédita en la historia del barrio, al menos de esa magnitud. Era un clima de permanente mitín popular. ¡Se juntaron veintinueve mil firmas! Toda una revolución en San Telmo.
Pero la protesta fue caótica porque cada uno tenía una idea nueva, e iba y la ejecutaba. A los dos días aparecía una nueva idea que por ahí contradecía a la anterior y se implementaba. A los tres días aparecía un nuevo cerebro con la solución a flor de labio y no solo desautorizaba las anteriores propuestas sino que las anulaba.
Y fue tremendo, porque la unión hace la fuerza pero había tanta fuerza descontrolada que era imposible unificar una idea. Para cada uno la suya era la mejor.
Cuando vieron en el Gobierno de la Ciudad la cantidad de firmas que habíamos conseguido casi se caen de espalda. Pero el año entrante llegó desde Tribunales la orden de desalojo a los treinta días. Así que no hubo más nada que hacer. O nos íbamos o nos desalojaba la policía.
El cierre definitivo fue el 23 de junio de 2006. A las seis de la mañana la policía acordonó todo el sector. Le avisaron a Manolo y a Trillo que a los que estaban consumiendo se les iba a permitir terminar, que el resto tenía que ir dejando el local y que ya no podía ingresar nadie más. Fue rodeada la esquina. Hubo un patrullero y una tanqueta de esas que se usan para dispersar multitudes.
A las ocho llegó un camión del Gobierno de la Ciudad para cargar todo, pero en definitiva sacaron solo las cosas del sótano porque el resto del mobiliario estaba imposibilitado de moverse por una presentación judicial. Quedó todo el bar armado, completo.
Mientras El Británico estuvo con la persiana baja durante ocho o nueve meses me pareció un sector oscuro de la ciudad. Un lugar eliminado del mapa porteño. Dejé de pasar porque pasaba y me agarraba una angustia tremenda.”
Un gran amor
El Británico ha sido el sostén de mi vida porque cuando regresé al país encontré un techo, trabajo y el pan de cada día en ese lugar.
Coseché amistades, mis mejores amigos actuales los hice ahí. Mi vida social se transformó. Pude pintar, porque soy egresado de Bellas Artes, y exponer mis obras gracias a contactos hechos en el bar. Hasta hicimos un grupo de artistas plásticos que se llamó ‘Los Portuarios’ y todo nació entre esas mesas.
Por todo eso El Británico es parte de mi vida. De mi vida sentimental, un verdadero amor.”
La historia sigue. La leyenda continúa. Con Carlitos llevando el alma de “El Británico” a “Marazul”, en el Centro porteño. Ahí en la esquina de Tucumán y Rodríguez Peña.
Con “El Británico” vivito y coleando. Con otros propietarios, con otros mozos descubriendo secretos, pero con el mismo café y la magia intacta.
Con Horacio ya definitivamente en la Biblioteca Nacional, con el recuerdo permanente de los gallegos, de Pinchesky y sus melodías de blues, y de algunos fantasmas que suelen ocupar espacios consagrados a mesas de metáforas… ¿No es cierto, viejo Silva?
—Omar Dianese, www.buscadoresdehistorias.blogspot.com