Clara Rosselli.
La primera vez que escribí una historia tenía seis o siete años y en ella contaba cómo estaba formada mi familia. Fue una tarde, en la casa de mi abuela mientras aquella señora de movimientos ágiles y sonrisa atenta dormía la siesta.
Siendo pequeña, me gustaba imaginar cuentos, aunque raras veces los llevaba al papel. Escribía cosas de niña en cuadernos de colores. Más tarde, en el colegio y en mis clases de inglés o francés, disfrutaba haciendo las composiciones que nos mandaban de tarea. Los temas eran variados y yo me divertía pensando en los infortunios y aventuras de los personajes.
En algún momento de mi adolescencia quise ser arquitecta. Cuando comencé a estudiar en la universidad, no había tenido muchos contactos con el diseño y la proyección de espacios pero de alguna manera veía a la arquitectura relacionada con una forma de vivir los espacios. Para ese entonces ya estaba convencida de que los espacios estaban hechos no solamente de materiales físicos y palpables sino que también de luz, de aire y sonido, de colores, de la manera en que las personas se apropian de ellos, del movimiento y de la permanencia, de las relaciones entre uno y otro, del contacto entre las personas y del tiempo.
También sabía que cada uno percibe los espacios de diferente manera y que en mi lectura de ellos me sentía atraída por los edificios antiguos. Sentía, y siento, que ellos atesoran cantidad de historias para contar y me asombro de que su existencia será ampliamente mayor a la mía. Pero también me asombra la diversidad que se vive en la zona del Casco Histórico, que está conformado por las construcciones, sitios y calles más antiguos de la ciudad.
San Telmo, Monserrat y el Centro son, por sobre todo, los barrios más antiguos de Buenos Aires pero sin embargo están en continuo crecimiento. Son además sus habitantes los que enriquecen esta diversidad: están, por ejemplo, los típicos vecinos de siempre que se codean con los nuevos, muchas veces extranjeros. Está la señora con su bolsa de compras y el joven europeo que habla un español de acento forzado.
Cuando me mudé a San Telmo, luego de vivir veinticinco años en los apacibles pagos de Floresta, se esclareció la sospecha de mi pasión por la Buenos Aires antigua. Fue entonces inevitable armar un blog contando mis propias vivencias en la ciudad. Así, Crónicas porteñas crece cada día con anécdotas que voy descubriendo por la ciudad.
Recuerdo que los comienzos de mi blog se debieron a la caída del frontis (aquella moldura con forma triangular que corona las fachadas de ciertos edificios de estilo o intenciones neoclásicos) de una casa en la calle Defensa. Corrí a buscar mi cámara de fotos para registrar lo sucedido y me llevé, de yapa, un pedacito de moldura que hoy tengo de adorno en mi pieza. Con aquel incidente di de casualidad, pero me pareció propicio para una crónica. Y la escribí.
Cuando mi hermana contactó a Catherine, la editora de El Sol de San Telmo, para colaborar, yo me ofrecí también y así me fui metiendo de a poco en las reuniones editoriales que actualmente se llevan a cabo y que son como la cocina del periódico, donde se hablan los temas de las publicaciones.
El Sol de San Telmo me dio un espacio de pertenencia que antes no había tenido y me despertó un orgullo de ser vecina del barrio. Con este periódico descubrí cosas que no hubiera conocido, ni sabiéndome de memoria todas las calles del barrio. El Sol me permitió no solo meterme en los edificios sino también en la vida de los santelmeños. Y me sentí cómoda. Y sentí que yo también era parte de eso. Por eso agradezco este espacio que me otorgan en cada publicación para aportar mi granito de arena al barrio.
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