Crispín, el zapatero solidario
Cuando le conté a una amiga que me había mudado a la calle Defensa al 1300, me dijo: “¡Ah… qué suerte! ¡A la vuelta de tu casa está el mejor zapatero de la Capital!”. A la semana siguiente como tenía un par de zapatos con los cordones rotos, fui a verlo.
El negocio se llama El Gauchito, porque tiene colgados algunos recuerdos de gauchos. El mostrador lo divide, prácticamente, en dos. Tres cuartos del mismo está reservado para el zapatero. Allí tiene pieles, máquinas, un mueble con cosas guardadas, fotos y ¡un montón de zapatos! y la parte restante, es el lugar para atender a los clientes. En este sector, contra la pared, hay sillas.
En el momento de atenderme, el zapatero, empezó a fabricar los cordones para mis zapatos y nos pusimos a hablar. Me quedé parada mientras trabajaba y me contaba que es zapatero en San Telmo desde hace 20 años. Que antes trabajaba con su hermano pero como a él “le gustan los billetes, se fue a Brasil”. Un negocio chiquito -como lo es la zapatería- alcanza para vivir, pero no para hacer fortuna. Me explicó que le importa el hoy y el mañana… No quiere pensar en lo que vendrá después y en la fortuna que podría tener en unos años.
Mientras charlábamos, entró un señor mayor. Saludó, apoyó su bastón y se sentó en una de las sillas. Preguntó si estaba todo bien, habló del tiempo y de la inseguridad y salió. Seguimos conversando con el zapatero, comentando que en la zona hay muchos negocios de ese rubro, pero que -sin embargo- no falta trabajo. Luego entró otra persona, una mujer de pelo canoso, muy elegante. Tenía un diario en la mano y una canasta vacía. “¡Buen día!”, dijo. Se acomodó en una de las sillas, hizo algunos comentarios sobre los zapatos apoyados en el mostrador y, sin más, se levantó para ir a hacer sus compras.
En mi conversación con el zapatero le pregunté si era así todos los días. Si entran los vecinos para sentarse un ratito y salir, sin pedir ningún arreglo o algo del negocio. Me explicó que sí, que los que entran y se sientan son personas mayores, que les cuesta caminar de una sola vez todo el recorrido hacia el supermercado chino, o a la verdulería, o al puesto de diarios o donde vayan. Y, además, que les gusta hablar un ratito con él. “Por eso están las sillas. Para ellos”, dice.
Me encantó esa solidaridad. Volví a casa pensando que podría hacer una nota… La semana siguiente regresé a verlo y le consulté si le molestaba que escribiese sobre él. Mi pregunta lo asustó mucho. Me dijo que no había nada para contar; que tenía mucho trabajo, especialmente después de tanta lluvia y que no necesitaba publicidad… Que la gente hablaba mucho del pasado, de cómo cambiaron las cosas. Que lo que le parecía interesante para un artículo, era conversar sobre el futuro.
Pero después de un tiempo me dijo que sí, que podía escribirlo. Así que les cuento que en la Avenida Garay, entre Balcarce y Defensa, hay un zapatero que trabaja muy bien y que -además- tiene sillas disponibles para la gente que quiere sentarse a descansar un ratito y charlar. El señor se llama Crispín y le encantaría que la juventud deje sus aparatitos electrónicos y, también, ¡vaya a su negocio a compartir su tiempo, con él!.