Diario de la cuarentena

Un día cualquiera

Salí de mi departamento y al bajar, en el primer piso me encuentro con un muchacho que me saluda: “Buen día”. Él con su bolsita y yo con la mía. “Voy a hacer las compras”, me dice con voz como de travesura. “Yo también”, le contesto con voz cómplice. Por su juventud bajó mucho más rápido que yo, pero cuando llegué a la planta baja me estaba esperando con la puerta abierta. “Muchas gracias”, le dije, “por favor” contestó. Abrí la reja y nos dijimos hasta luego.

Mientras caminaba pasé por los distintos bares de nuestro barrio. Me detuve en el de Bolívar y Estados Unidos a leer los volantes que exhiben, entonces se acercó el mozo y me agradeció por mi interés en lo que estaban haciendo. Hubo algunas preguntas y también algunas respuestas. Ambos queríamos comunicarnos.

Al llegar a Humberto Primo atrajo mi atención la mesita preparada para vender desayunos. Con el mozo nos saludamos y se acercó para explicarme que también hacen minutas y las llevan a domicilio. Yo miré la mesa a la que suelo sentarme para leer un libro y sentí que la extraño, pero sigo.

Al llegar a Perú y Humberto Primo me detuve a mirar lo que sugerían y pregunté al mozo si hacían delivery delante del cartel que así lo decía. Él me contestó que podía ver todo en Instagram.  Le prometí amigarme con las redes a las que no soy adicta. Entonces se apresuró a entregarme una tarjetita con el teléfono ofreciéndose a leerme la carta.

Llegando a la esquina de Carlos Calvo y Perú doblaba una bicicleta de “Pedidos Ya” y retrocedo para dejarla pasar, el muchacho  levanta su mano y me grita “Gracias”. Seguí mi camino reflexionando: ¿La cuarentena nos pone más buenos, más educados? Me siento como en Navidad cuando todos nos deseamos felicidades.

Yo sé que es utópico pensar que este deseo de hablarnos amigablemente va a seguir siendo igual cuando todos volvamos a estar apurados, pero -sin embargo- me atrevería a pedir que sigamos siendo así, no cambiemos por favor; entregarle al vecino medio minuto de nuestras vidas, puede ser un gran acto de amor.

Son diálogos mínimos, conversaciones pequeñas que llevan implícitas un dejo de cariño.

Segunda crónica 

 De todas las ventanas es una de las más chicas, sí, chiquita, casi cuadrada, simple, humilde, con dos plantitas. Así es mi ventana, a la que me asomo ahora todos los días buscando esa vida que todos extrañamos tanto.

Desde ella veo pasar a los policías haciendo sonar las sirenas ¿Qué urgencia los mueve tan temprano? Nunca lo sabré, pero el barrio casi dormido despierta. También veo pasar los colectivos, los autos, los ancianos de paso lento con sus carritos de compras y a un muchacho corriendo. Miro a la gente que espera paciente en la cola del supermercado.

Leí una vez una frase que me gustó; “El día que se planta la semilla no es el mismo día que se come el fruto. Paciencia”. Paciencia, sí, eso necesitamos todos, saber esperar a que pase este tiempo de miedos. En este momento no salir es plantar la semilla de la vida y cuidarla para recogerla después, cuando lleguen los días luminosos y cálidos en que podremos disfrutarla.

Dejo la ventana y me dirijo a la cocina para iniciar las actividades del día. En ese momento suena el portero eléctrico, atiendo y una voz querida me dice: “Stella, asomate a la ventana, así te saludo” y voy corriendo. Él parado en medio de la calle Perú y yo desde arriba. Así nos hablamos otra vez, sin necesidad de gritos por el silencio que se impone alrededor. La gente que está en la cola del supermercado nos mira y sé que detrás de todos sus barbijos hay una sonrisa.

Stella Maris Cambré

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