El amor en tiempos de la Colonia: la pasión que unió a «La Perichona» y Santiago de Liniers

Ese sentimiento universal, capaz de unir a las más lejanas y extravagantes personas no estuvo ausente en nuestra querida Santa María de los Buenos Aires. Corría el año 1797, las luchas de poder y un movimiento nervioso agitaban ya los corazones del pueblo porteño.

Ana Perichón de Vandeuil. Ilustración: Carlos Nine (por Diario La Nación)

Ana Perichón de Vandeuil. Ilustración: Carlos Nine (por Diario La Nación)

Anita Perichón de Vandeuil, con tan sólo 22 años de edad llegaba con sus padres y hermanos para quedarse en nuestras tierras; todos concientes de haber huido del horror de la Revolución Francesa. Era dueña de una particular belleza, lucía una piel de porcelana, larga cabellera con rulos rozándole el talle y unos profundos ojos verde mar.

Natural de la Isla Borbón, contrajo matrimonio infeliz con el irlandés Tomás O´Gorman y tuvo dos hijos sin conocer dicha alguna.

Tenía una fuerte personalidad, valiente e intrépida. Era capaz de amar y matar por el hombre que la colmara de felicidad, que terminó siendo el viudo más codiciado de Buenos Aires, Santiago de Liniers. Curiosamente, fue su padre Don Esteban Perichón de Vandeuil, quien le presentara al Capitán de la Real Armada, y fue quien le regalara su primer caballo para ir a visitarlo juntos a la gobernación de La Candelaria en el monte misionero.

“Se nace o no se nace con la libertad dentro de uno”, ella solía comentar entre sus allegados. Ambivalente y sagaz se tomaba todos los permisos; tanto podía salir a pasear montada en el alazán del General Beresford* como vivir una de las pasiones más arrolladoras que marcara su destino.

Los prejuicios no tuvieron espacio ni en su mente ni en su vida. Solía ir a la casa de Lupe, la mujer del Dr. Mariano Moreno, a remendar los agujeros de las balas de las chaquetas de combate, compartir con ella masitas de jengibre como beber añejos licores con los capitanes de las fragatas inglesas; durante su exilio en alta mar y fuera de él. Nada la importaba a ella de los comentarios de alto calibre y de las murmuraciones.

El alcalde de Buenos Aires, Don Martín de Álzaga, solía hacerle reproches públicamente por sus fogosas noches, seguidas de jolgorio y baile en la casa del virrey.

Anita Perichón, la gitana de las islas, la petaquita volcán, o la Mata-Hari de América -como la llamaban-; llevaría orgullosa por siempre en su memoria, el 12 de agosto de 1806, aquel día de La Reconquista de Buenos Aires, cuando en medio del bullicio, la música, el olor a pólvora, sangre y jazmines, vio, desde su balcón, avanzar al héroe impecable y erguido por el sabor de la victoria sobre los ingleses. Fue en ese mágico instante en que con el pulso acelerado y la transpiración recorriéndola de la cabeza a los pies, decidió tirar al aire su pañuelo de encaje, pañuelo que recogiera Santiago con la punta de su sable para aspirar su perfume, hasta elevar el rostro para encontrarse con la luz de su alma y su mirada.

No lo olvidaría jamás, aunque pasaran cien años, pero el tiempo transcurrió inexorable y los sucesos también. Entonces Ana supo del dolor en todas sus formas…

Del dolor que le provocaban los celos y la envidia de la infanta Carlota de Borbón, quien sutilmente había puesto sus ojos en el apuesto Liniers y con el cual se carteaba frecuentemente. Amistad esa que le costara a Ana un nuevo destierro en 1808. Acusada de ser espía para los ingleses, partió hacia Río de Janeiro y se vio obligada a ir de barco en barco, embriagada de recuerdos sin poder pisar tierra.

Liniers, reemplazado por el nuevo virrey Cisneros en 1809, se fue a descansar a su casa de la provincia de Córdoba.

Pero el plazo para la Revolución de Mayo se acortó cada vez más. Pasaron los meses y entre las bocas de la Primera Junta, corría un insistente rumor: “Para que la Patria crezca hay que matar a Liniers”, quien organizaba una expedición para oponerse a la Revolución en esa provincia.

Entonces, la Perichona supo del dolor y de la sed de vengar a Moreno, el joven abogado quien insistió en el fusilamiento del único hombre que fue capaz de enamorarla, de hacerla sentir una mujer de verdad.

Finalmente, conoció el dolor de sentirse sola, triste y despojada de todo como una niña abandonada, aislada por orden de la Primera Junta en el altillo de una estancia familiar, en las afueras de esta ciudad.

Fue el día 2 del mes de diciembre de 1847, al atardecer, justo a la hora en que la brisa agita las casuarinas y esconde al sol; cuando sintió la necesidad de confesarse y así lo hizo. Acudió el padre Ladislao Gutiérrez, quien le otorgó la bendición y se dispuso a escucharla.

“Yo, la Perichona o Madame como prefieran, he pagado mis errores y Dios me tiene que perdonar, siempre perdona a los pecadores porque es grande su piedad. No más lágrimas. Confieso haber sido la persona que entregara un frasquito con remedio para la fatiga, al despedirme del Capitán Ramsay antes de su viaje a Londres”.

María Ana Perichón de Vandeuil partió hacia su descanso eterno después de comulgar junto a su nieta Camila O´Gorman.

Cabe aclarar que el Dr. Mariano Moreno murió embarcado, luego de beber una dosis de remedio administrada por Ramsay.

Fueron cuatro miligramos de arsénico tartarizado.

—Noemí Levy

* General británico de la primera Invasión Inglesa, quien capituló ante Santiago de Liniers en 1806

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