“El azar de la gota que cae”
En su taller de la calle Cochabamba al 200, se “respira” libertad. Y este no es un detalle menor.
Horacio Cacciabue -el “Indio”- es un artista al que no se lo puede encasillar. Podríamos decir que es un pintor o un estudioso de la filosofía o un amante del jazz o un pensador o solo un hombre que recorre todas esas facetas y otras que insinúa, pero que prefiere no profundizar. Pero, como él dice: “Conviven en mi”.
En reconocimiento a su trayectoria en 2008 fue declarado Ciudadano Ilustre de Avellaneda, lugar donde nació “una noche de Carnaval de 1950. Soy del otro lado del Riachuelo, cerca de Valentín Alsina, donde había bares, cines y también una biblioteca creada por mi viejo, que se llama ¨Veladas de estudio para después del trabajo¨. Me llevó ahí a los 13 años y creo que eso construyó a este que soy hoy”, cuenta.
El Sol: Te marcó el camino…
Horacio Cacciabue: Era obrero de la SIAM y luego puso una ferretería industrial en la zona, una bulonera, para abastecer a esa fábrica. Un comerciante metalúrgico muy romántico que, al final de su vida, pudo desarrollar lo que quería: un comedor para los viejos como él, que no tenían donde comer en el barrio. Armó un lugar, compró propiedades y concretó su sueño que era tener una familia grande como en sus orígenes. Y mi vieja, ama de casa, hacía todos los días de su vida algo que lo realizaba como nadie: barría la vereda. Tan era así que alguien le escribió un poema: “La barredora pitonisa”.
¿Imaginaste, entonces, que serías este hombre de hoy?
Siento que, con humildad, construí más un ser que una obra. Creía otro destino en mi vida, me pasaron cosas muy fuertes en la adolescencia que tuvieron que ver con la muerte de seres queridos, cercanos. Nunca creí que iba a ser pintor, no era el pibe que dibujaba en la escuela, nada de eso. Pensé que lo mío venía por la escritura, por el cine.
¿Te quedaste en el barrio?
No. Con un grupo de amigos vine para el centro y ahí abrí al mundo.
¿Y cuál fue ese mundo?
Algunos temas se dieron por azar. En los años setenta, estaba buscando un lugar para dormir y en un conventillo de Combate de los Pozos y Brasil se subalquilaban piezas. Era un lugar para artistas plásticos, donde Roberto Tessi (escultor, escenógrafo oriundo de San Luis) daba talleres y entré en uno de dibujo, nunca había dibujado, quizás fue por curiosidad. Más adelante, tuve una intensa actividad gremial en la Asociación Argentina de Actores y ese fue mi trabajo. No tenía que ver con lo actoral, mi rol era defender los intereses de los actores, aunque hice algunas participaciones en películas.
¿Cómo apareció en vos el pintor?
En un momento en mi vida estaba prohibido y esta fue una actividad de sótano. Renací. Voy a repetir al poeta: “Ahí donde está el abismo está la salvación”. Hubo un proceso de definición como artista, coqueteaba con la pintura y tuve algunos problemas serios con la vista -porque soy miope de nacimiento, tuve desprendimiento de retina y una precoz catarata-. En uno de esos accidentes y en plena ceguera me vinculé con Carlos Gorriarena (1925-2007), que fue mi Maestro. Ahí me juré que si salía de ese problema con las sombras, iba a ser pintor en serio. Me operé y eso me salvó la vida.
Otra vez el azar…
Como el proverbio Zen: “Cuando el alumno está preparado, aparece el Maestro” y yo estaba en una etapa de fuerte pintura colorista. Accidentalmente aconteció en mí la acuarela, que es lo liviano… el azar de la gota que cae.
¿En tu obra predomina el manejo del color y el trazo?
Conceptualmente entiendo que la pintura es la imitación de la naturaleza, es salvaje, es color crudo. Me interesa el vacío, el silencio y el grito; es una mezcla. El dibujo es intelectual. La línea no existe en la naturaleza, el hombre la inventó para representar al mundo. Yo soy un animal y un intelectual. Es una contradicción pero, desde mis convicciones filosóficas, en las paradojas -que serían contradicciones llevadas al extremo- es donde está la luz, donde acontece el ser.
¿En eso estás involucrando a la filosofía?
Soy un diletante de la filosofía. Los que estudiamos filosofía no tenemos sabiduría. Sabemos que no sabemos, entonces soy también un inquieto pensante. Tengo claro que no sé esa parte y la otra, la artística, la vida me permitió desarrollarla. Trato que se conjugue en una obra o me doy cuenta luego, cuando a veces ¨veo¨ lo que estoy haciendo y pregunto por qué lo estoy haciendo.
¿Te inspira lo blanco del lienzo o la mancha?
No tomo el concepto de inspiración, sino el de trabajo. Dibujo todos los días a cada rato; la pintura me toma, vivo y duermo con mi obra. No es que en un momento sienta que tengo que hacer algo. En una obra no sé cuándo hice la línea. Me gusta una anécdota de Pierre Bonnard (pintor francés, 1867-1947) que tenía una obra en el Museo del Louvre y la iba a ver todos los días; una vez fue con su valija y la retocó. Soy de esos, me paro adelante del lienzo, me relajo y él me va a decir qué es lo que tengo que hacer. Obviamente que ya tengo en la cabeza algo, pero muchas veces empiezo con un gato y termino en un árbol. El proceso de devolución que me da el soporte, ahí está el acto del hacer.
Hay pinceles que tienen un grosor de tinta que resuelven determinada forma y el azar de la gota y del agua en un papel y lo que provoca la acuarela, me parece mágico. A veces me aparece la formación geométrica que tuve, pero mayormente es al revés. En el proceso de un trabajo casi nunca soy un intelectual, probablemente para resolverlo, cuando ya está, cuando lo tengo que firmar, sucede el balance, el equilibrio, la composición.
¿La perfeccionás?
No busco perfeccionar la obra, tiene que tener accidentes. Si está muy prolija seguro le tiro una mancha encima, en mi obra el accidente es fundamental; es mi firma. Y además, me gusta que aparezca. La pintura es una cuestión de tiempo y no de espacio, aunque uno trabaje en un soporte espacial y lo hace en determinado momento. Los pintores vivimos y sufrimos con algo que al mezclar colores tiene determinado brillo y después, cuando se seca, es otra cosa que quizás no tiene nada que ver con lo que iniciamos y lo tenemos que tapar. Eso es mi brillo fatuo, así llamé a una muestra.
En tu obra hay mucha música…
Soy jazzologo y tanguero. El jazz es mi forma plástica, tiene que ver con mi cromatismo, mi universo. Siempre me pareció que el tango y la pintura no cuajaban bien, de hecho no hay una buena obra relacionada al tango. Llegué a él a través de la acuarela, empecé a encontrar que ahí podía expresar algo que no era pintoresco, que podía aparecer la complejidad que tiene una imagen de tango.
¿Qué hiciste en el Torcuato Tasso?
Fui por un mes a hacer una muestra y me quedé tres años. Se armó como una muestra permanente y empecé a vincularme directamente con los artistas. Conocí a Daniel Godfrid, Lidia Borda, Guillermo Fernández y otros que son mis amigos de hoy y, paralelamente, tenía una idea que la pude desarrollar.
Soy un músico frustrado y sigo sintiendo que me hubiese gustado tocar un instrumento pero, de alguna manera, lo pude hacer a través de la pintura. Con el tango aparecieron “Los Insolados”, porque -por ejemplo- se sabe quién es Alfredo Le Pera pero ¿Cuántos le conocen la cara? Toda la luz que ellos irradian hace que los otros apenas puedan verlos, es una paradoja. Son insolados de luz y fue la idea de esa muestra de retratos de tango.
¿Tiene relación con lo que hacés en la 2 x 4?
En “Tangos en la madrugada” -que se transmite en la FM92.7, conducido por Fernando Del Priore- me propuse rescatar esos trazos y estoy haciendo un diccionario de retratos. Tengo un espacio donde hago un “insolado” por semana. Ya hice más de 150. Ahí puedo juntar la escritura, mi universo mitológico y filosófico en cada una de las vidas que investigo porque el mundo tanguero es muy riguroso y exigente. Aporto colores, invento imágenes y figuras y eso me genera poder escribir una historia por semana; voy a la radio y lo dibujo en vivo, no lo boceto antes. Mientras leo en dos horas -de las 4 a las 6- lo que escribí, tengo que dibujarlo.
¿Te reinventás permanentemente?
Creo que uno vive naciendo todos los días. Leo filosofía hace más de 30 años y tengo una sola certeza: cuando te vas a dormir creés que sos profundo, divertido, inteligente y humilde y cuando te despertás no sos nada de eso y tenés que hacer todos los días algo para ser ese que te creíste la noche anterior, para que -a su vez- te vayas a dormir feliz. O sea que tenés que ir a buscar la vida.
¿Entonces uno es o se va haciendo?
Un día vi a un señor mayor pintando en el Riachuelo y le pregunté cuánto hacía que estaba haciendo esa obra y me dijo: Dos días y setenta y tres años. Es una respuesta, pero creo que todo lo que soy estaba en mí por todos lados. Lo que pasa en la adolescencia, lejos de ser ese paraíso que cuando somos grandes añoramos, está lleno de vacilaciones y dudas. En mi caso tuve una infancia muy de nebulosa y en realidad, pensándolo bien, era miope y no lo sabía. Y luego me pongo a dibujar y pintar. Son cosas raras. Un amigo dice de mi obra: “Debió ser músico”. Es el mejor elogio, porque siento que quiero que mis cuadros se oigan o que lo estático se mueva; es mi verdadera pasión y esa siempre fue mi obsesión. Seguramente ahí estoy yo.
“Pintame” el barrio…
Estoy en San Telmo hace más de 30 años y soy habitante de sus bares: el Británico; Defensa; al Aconcagua no fui más después que echaron a Pablo, el mozo, porque ya no era lo mismo y también a La Coruña donde estaba la gallega Carmen, que se murió cuando se tuvo que ir de ahí… yo la amaba. Todo ese mundo nos distingue bastante. Camino mucho por el barrio, soy deambulante.
Cuando vivía en Avellaneda y pasaba por la calle Cochabamba siempre pensé alguna vez tener un lugar acá. Me resulta mágica esa subida, porque es como elevarte; que casi todas las casas sean antiguas; el árbol de enfrente con sus raíces a la vista, es todo un símbolo.
Me gusta culturalmente aunque -en algún sentido- se distorsionó, como tantas cosas autóctonas, pero igual sigo sintiendo que hay algo que está latente.
Es insólito que tengamos que “hacer” constantemente el Casco Histórico. He viajado y todos están protegidos, siento que estamos en permanente demolición y acá es el centro de esa transformación y mutación. Vivo la gloria de estar en este lugar, con lo que te distingue y también con todos los problemas que tenemos.
Me parece bien que se construya un corredor cultural, soy uno de los artistas de la Feria de los domingos. Un día estando allí, en la esquina bailaban tango y cantaba -maravillosamente- Guillermo Fernández. Esa es mi Argentina, semejante artista consagrado mundialmente cantando en una esquina.
Lo mismo dirán de él, los visitantes de la Feria…
Texto y fotos: Isabel Bláser