El canillita

Empezaba a clarear, pero aún se veían algunas estrellas.                         

En la calle, casi desierta a esa hora, muchos vecinos esperaban en la esquina la llegada del tranvía. Anselmo como todas las mañanas estaba atento a la llegada del camión del reparto que le traería los diarios del día; no fuera que por distraído los ejemplares cayeran sobre un charco de agua o que alguno de los desperdicios, que aún a esa hora permanecían en las veredas, los ensuciaran.                                                                

Anunciado por el habitual traqueteo, llegó el 96; era fija, los pasajeros que bajarían serían los primeros compradores, ansiosos de saber lo que pasaba.                                                     

“¿Cómo amaneció mi amigo?” Lo saludó el motorman. Anselmo devolvió el saludo, que se repetía diariamente con todos los conductores de la línea desde la época en que con solo diez años empezó a vender diarios en esa esquina.                                                                                    

Un rato después, con cierto atraso, llegó el encargado de la farmacia y detrás los dependientes, la señora de la limpieza y el idóneo que no saludaba a nadie.                                                                       

No siempre lograba vender todos los ejemplares y la frustración lo hacía regresar triste a su casa pero, en ciertas ocasiones, cuando sucedía algo muy especial que conmovía a la ciudad le sacaban los diarios de la mano. Dos meses antes, por la muerte de Hipólito Yrigoyen, tuvo que pedir más ejemplares y los compradores, ávidos de las últimas noticias esperaron pacientemente la llegada de Crítica o La Prensa.                                                                               

“Anselmo traeme los diarios que el señor los está esperando”, le gritó -asomada al balcón- la mucama de la casa vecina; solícito como siempre, entregó el pedido y al mirar hacia lo alto se dio cuenta -por el sol- que ya se acercaba el mediodía.                                                                                                                    

Alegre por haber vendido todo, regresó a su casa donde lo esperaba su mujer, los chicos y el ansiado almuerzo. Luego una media hora de siesta, unos mates en el patio si el tiempo era bueno y después la partida hacia el trabajo de la tarde, al que llegaba rápido ya que estaba cerca de su casa.                                             

Cuando Anselmo había cumplido dieciocho, diez años atrás, el padre le aconsejó que dejara de ser canillita y buscara un empleo seguro: “Terminaste el colegio primario y te estás preparando para algo mejor”, alegaba siempre su papá.                                                                      

Por la tarde, antes de ir al colegio nocturno, le gustaba pasear por el barrio, a veces llegaba hasta el puerto y mirando el río pensaba en su futuro. En una de esas recorridas, yendo hacia el bajo por la calle Venezuela, al llegar a Balcarce pasó frente al imponente edificio de los talleres y usina del diario La Prensa y se le ocurrió entrar a preguntar si necesitaban personal.                                                  

Para su sorpresa le contestaron que si le interesaba estaban tomando aprendices. “Por supuesto que me interesa”, respondió entusiasmado. “Vaya mañana temprano al edificio de Avenida de Mayo y allí se puede anotar, espero que tenga suerte”, fue la esperanzadora contestación del empleado.                                                        

Al día siguiente, cuando entró al edificio del diario La Prensa Anselmo quedó deslumbrado por el imponente interior. Los pisos de cerámica multicolor, los muebles de maderas nobles y las pinturas que decoraban las paredes lo intimidaron un poco, nunca había estado en un lugar así. El portero le indicó a donde debía dirigirse y, sin más, venciendo sus temores entró a la Oficina de Personal.

Lo recibió el Jefe, un señor muy serio que le tomó los datos y luego lo sometió a un exhaustivo interrogatorio, pero mientras anotaba las respuestas no parecía demasiado interesado en los antecedentes del postulante, Anselmo lo notó y se le ocurrió informar que desde chico era vendedor de diarios.

“¡Nada menos que canillita!”, exclamó el jefe con una gran sonrisa. “Considérese ya parte de nuestro prestigioso diario”. 

Eduardo Vázquez 

Notas

  1. Hipólito Yrigoyen fue Presidente de la Nación en dos oportunidades, de 1916 a 1922 y desde 1928 a 1930 en que fue derrocado por el Golpe de Estado del Gral. José Félix Uriburu. Falleció en Buenos Aires el día 3 de julio de 1933.
  2. El diario La Prensa fue fundado por José C. Paz en el año 1869. El edificio de la Avenida de Mayo, obra de los arquitectos Carlos Agote y Alberto Gainza, se terminó de construir en 1897. En el año 1988 el edificio fue vendido y, posteriormente, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires lo transformó en la Casa de la Cultura.
  3. El edificio de los Talleres y Usina del diario La Prensa estaba ubicado en la esquina de las calles Venezuela y Balcarce. La usina generaba la energía eléctrica para el propio edificio y para el de la Avenida de Mayo. Fue proyectado por el arquitecto Carlos Agote e inaugurado en 1914. En 1990 fue adquirido por el Suterh -Sindicato Único de Trabajadores de Edificios de Renta y Horizontal- y reciclado y restaurado por el estudio de arquitectos Solari, Solari y Ellis, constituyendo uno de los mejores ejemplos de recuperación de los primeros años de la Zona Histórica.
Esquina de Defensa y Alsina, Caras y Caretas, colección Museo de la Ciudad.
Entierro de Hipólito Yrigoyen, 3 de julio de 1933, Caras y Cretas, colección Museo de la Ciudad.

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