El canillita de Mafalda
Por Sara Esther González
Era algo así como la memoria del barrio, y no sólo acerca del pasado: aniversarios, cumpleaños, direcciones actuales de vecinos emigrados: todo estaba en su cabeza. Era eso, y era muchas cosas más.
Jorge Garín era nuestro canillita, fue el canillita de la esquina de Chile y Defensa durante más de treinta años. Tan nuestro fue que, cuando se jubiló, le colgaron un pasacalle de vereda a vereda y le hicieron al menos 3 multitudinarias comidas de despedida.
Recuerdo una vez, cuando estuvo tan grave que creíamos que lo perderíamos. Tanto rezamos por él que, increíblemente (para los incrédulos…), sanó. Y se hizo una misa de acción de gracias a la que, por supuesto, fueron él y muchos personajes (para mí, personas) del barrio. Llenamos la Iglesia (creo que fue en San Francisco). Muchos políticos querrían tener su convocatoria…, pero es imposible, porque la de él estaba basada en el afecto.
Cuando yo no recordaba algo (por ejemplo, qué había hace 40 años en tal esquina de San Telmo, o cuándo había fallecido Arnaldo, o cómo había sido el trágico accidente en los inicios de la Pizzería de Pirillo, o el más antiguo trágico envenenamiento accidental en la fonda de Bolívar y Carlos Calvo, que fue noticia en su momento en los diarios), decía “tengo que ver a Jorge y preguntarle”.
Pero él no sólo se conectaba con el pasado: también sabía qué era actualmente de la vida de la viejita de la esquina, que hace rato no se la veía; de Don Manuel desde que hace más de 13 años cerró el bar “Mundial 78”, o por donde andaba ahora el más joven de los Trabanco, desde que desapareció la mítica casa de electrónica de la susodicha esquina, en diagonal a su kiosco de diarios. Él se mantenía en contacto con casi todos.
Jorge era un polo de atracción, sociable, amistoso y familiarmente entrometido. Como cuando quiso engancharme con el querido amigo Carlitos, de la portería de Defensa 681, sabiendo que ambos estábamos solos. Nosotros, como dicen las stars, éramos solo grandes amigos, y queríamos seguir siendo eso. Pero el buen Jorge no se resignaba. En fin, que riéndonos del tema nos hicimos más amigos, pero sólo eso (si es que ser amigos es poca cosa…). Por la temprana partida de Carlitos, hoy estarán juntos en alguna parte, celebrando junto a mi padre.
Porque, y eso es algo importante en mi vida, Jorge era un gran amigo de mi padre. Uno de mis primeros recuerdos es el de pasar, a mis 3 o 4 años, con mi papá frente a su quiosco y que él me dijera “Chau, Gonzalito”. Y es que yo era sumamente parecida a mi papá, obviando cualquier necesidad de análisis de ADN: yo era mi papá en versión “nena chiquita”. Mi papá era Gonzalito (por González), y yo también… Y me lo siguió diciendo hasta no hace tanto.
Esto, y tantas otras cosas, fueron importantes en mi vida. Pero hubo, entre tantas, una que fue (es…) importante en la vida de San Telmo. Y es su amistad con Quino. Cuando Quino se mudó al 10º piso de Chile 371, en donde fecundó e hizo nacer a Mafalda, no tenía reloj despertador. Esto era un inconveniente, porque tenía que levantarse muy temprano. Entonces Jorge (que llegaba, como los diarieros de entonces, a las 4 de la madrugada a su quiosco), lo despertaba a través del portero eléctrico. Ese gesto tan simple, cuando Quino aún no había sido reconocido como lo es hoy, fue la pequeña semilla de una gran amistad. Jorge y Susana, al igual que Quino y Alicia, no tuvieron hijos (de carne y hueso, al menos…) y muchas veces compartieron la mesa en casa del uno o del otro.
Muchos vecinos soñamos con haber inspirado a Quino para alguno de sus personajes de Mafalda. Algunos fantaseamos con ello como un juego, otros se atribuyeron ese protagonismo, sin que Quino lo ratificara (o, incluso, delicadamente, lo negara).
Jorge, en cambio, nunca se arrogó tal papel, pero era evidente que el diariero de la tira, con su quiosco y su típica gorra, era él. Sí, fue la única persona que no sólo inspiró a Quino para crear un personaje, sino que directamente fue dibujado él mismo, con su profesión incluida, entre los queridos personajes.
Y por si hubiera alguna duda, recuerdo el día en que Jorge se acercó a una de las mesas del –también mítico- “Mundial 78”, contento, para mostrarme un pequeño periódico, creo que del sindicato de canillitas, en donde el mismo Quino escribía una nota en la que reconocía a su amigo Jorge Garín como el canillita que él dibujaba en la tira. Sencillo y humilde (¿cómo, de otra manera, podría haber intimado con Quino?) nunca hizo alarde de este honor porque, para él, era un guiño entre amigos.
Cuando hace casi dos años no lo vi en la inauguración de la escultura de Mafalda en nuestra esquina, temí que algo no anduviera del todo bien. Sin embargo, tiempo después lo encontré, junto a su inseparable esposa Susana, tomando un cafecito afuera del ex Mundial 78 (nunca adentro, desde que ya no están los asturianos y el gallego), y me quedé tranquila.
El tiempo pasa más rápido de lo que quisiéramos. La semana pasada estaba pensando sobre no sé qué cosa del barrio y me dije: “no recuerdo bien esto, tendría que preguntarle a Jorge cuando lo vea”. Pero ya no pudo ser: Marcia, la actual canillita del viejo Quisco de Jorge, a quien él tantas veces iba a ayudar desinteresadamente para despuntar el vicio cultivado durante más de treinta años, me llamó, y me dijo: “Tengo que contarte algo: Jorge falleció, anteayer”.
Lo que sentí primero fue dolor por él, porque creo que, más allá de sus 87 años, tenía mucho para dar. Después, sentí preocupación por Susana. Y finalmente, tristeza por mí, y por San Telmo. Este San Telmo que cambia cada día, a veces para bien, pero al que a veces nos están robando, adoquín por adoquín.
Mi padre ya no está, y muchos otros de nuestros mayores tampoco, y ahora se fue Jorge. El olvido es como una oscuridad de puertas que se van cerrando, y siento que, cuando no pueda recordar cómo era (y quiénes era) San Telmo, ya no sabré a quién preguntarle.