EL MAL HOLANDÉS INFECTA SAN TELMO

CUENTO

Desgracia, señor. ¡No felicidad, desgracia!

Esa frase enérgica y a la vez doliente, me dijo escupiendo las palabras con su acento silbado de la Sierra el contador de la empresa. Yo, un joven profesional formado en la Facultad de Ciencias Económicas de la U.B.A., acababa de felicitar al contador de la empresa de Quito, esta representante en Ecuador de la multinacional donde yo revistaba en ese entonces, por el reciente descubrimiento de importantes reservas de petróleo en territorio ecuatoriano.

El contable era una persona sencilla, un hombre de pueblo, que seguramente había obtenido su graduación gracias a un gran esfuerzo personal y de sus padres para poder estudiar en un centro educativo donde tendría que pagar una considerable suma por la matrícula. Se dirigió a mí con respeto, no obstante llevarme al menos diez años de edad, a causa de la reverencia mezclada de rencor que inspiraba en el resto de Latinoamérica el prestigio de la Argentina, de Buenos Aires, de su Universidad y de la distancia cultural que se presumía separaba al rico país pampeano, con su deslumbrante cabeza de Goliat, de la modesta, aunque bella capital colonial de un país pobre como Ecuador.

Yo argumentaba con la inconsciente soberbia de los poderosos -en la relatividad de esta relación bilateral- y me basaba a ese fin en las bellas y, después de Keynes, absurdas ecuaciones matemáticas de la economía clásica que, como si fueran la verdad revelada, nos seguían enseñando en las aulas universitarias. Esta versión del dogma despreciaba la condición social de la ciencia económica para enfatizar la pretendida exactitud de su abordaje matemático de la realidad.

El modesto contador, por el contrario, fundaba sus afirmaciones en los resultados de las experiencias históricas. Se empeñaba en advertirme de las consecuencias que acarrearía, a un país económica e institucionalmente frágil como el suyo, el descubrimiento del petróleo: aseguraba que este acontecimiento desataría los terribles efectos del “Mal holandés”.

Me temo que el vecino de mi barrio que haya llegado hasta este punto de mis reflexiones se preguntará qué tiene que ver el petróleo ecuatoriano con San Telmo; si por acaso será que han descubierto petróleo en nuestro barrio y que el emprendedor gobierno de la ciudad cerrará calles para comenzar las perforaciones. Le aseguro al eventual lector que no se trata de eso, que puede quedarse relativamente tranquilo, pero solo relativamente, porque entre el petróleo, Ecuador y el barrio de San Telmo hay un vínculo que los une estrechamente.

Volviendo a Ecuador, mi contador argumentaba que, como todo monocultivo, el del petróleo traería aparejada inflación y mayor pobreza para un país ya pobre.

Sostenía que la actividad extractiva de gran rentabilidad permitiría pagar altos salarios a los capacitados para emplearse en ella y como estos podrían consumir sin mayores restricciones económicas y pagar alquileres caros, expulsarían del mercado al resto de la población. Con ello caería la actividad general de Ecuador, la moneda fuerte -dólar- que entraría al país vía la industria estrella, presionaría sobre el sucre (moneda ecuatoriana) por su demanda para el consumo, lo haría subir y los pocos productos exportables nativos, como el banano, se volverían caros en dólares y no podrían competir con los provenientes de África o de los propios países del continente americano.

Ese efecto se había producido antes en Holanda -en este caso un país rico- cuando los holandeses descubrieron el gas del Mar del Norte. Ellos creyeron que Holanda se enriquecería aún más; aunque, para sorpresa de todos, por el contrario, se empobreció, por las mismas razones que acabo de describir para Ecuador.

Otro tanto le pasó con su petróleo a Nigeria, donde minorías pequeñas se hicieron muy ricas y la mayoría de la población se volvió más pobre de lo que ya era. Así como en su momento sucedió con el caucho y Manaos en Brasil y ocurre con la renta agropecuaria de Argentina, donde el agro, con todas sus industrias subsidiarias, es capaz de dar empleo a solo el 35% de la población del país.

No ocurrió con Noruega, que aprendió de la experiencia holandesa y creó un fondo anticíclico con las rentas extraordinarias del petróleo que descubrió en su suelo submarino, de modo que con las ganancias extras de los años de “vacas gordas”, pudiera paliar las estrecheces de los años de “vacas flacas”[1]. Así, Noruega, que era un país pobre al fin de la Segunda Guerra Mundial, se transformó en lo que es hoy: uno de los países más ricos del planeta, con mejor distribución de la riqueza nacional, más justo y con más elevado nivel de instrucción y salud pública.

La “Enfermedad o Mal holandés”, es propia de todos los monocultivos que no se administran sensatamente, al modo noruego. Se trate del petróleo o del gas; sea el oro de las Indias Occidentales españolas, el cobre chileno, la soja argentina, el litio o Vaca Muerta, estos producen -o pueden producir los que se encuentran en su fase inicial- riqueza para pocos, pobreza para muchos y daño ecológico para el país.

¿Y cuál es el monocultivo de nuestro querido barrio San Telmo?: El turismo. El turismo mal administrado aumenta para los vecinos el costo de sus alimentos, de sus servicios en general, de su ocio y de la vivienda, que se transforma en “Airbnb”, expulsando a la población estable que no puede pagar los alquileres inflados por la especulación y tiene que emigrar hacia barrios urbanos alejados o, incluso, hacia el extrarradio. Lo que en este caso sucede, no por los salarios de los empleados en la actividad, los gastronómicos, el gremio tal vez más precarizado de todo el universo laboral, sino por la moneda fuerte con que ingresan los turistas del exterior y por la mayor capacidad adquisitiva de aquellos argentinos privilegiados que aún pueden gozar del turismo interior.

En conclusión, San Telmo corre el riesgo de convertirse, como tantos otros enclaves culturales de tantas otras grandes ciudades del mundo, en una cáscara vacía, un lugar sin vida cotidiana, un centro de diversión exclusivo para turistas que poco más dejan en el barrio que los ecos y la resaca de su algazara trashumante. Y basura.

Jorge Andrade

Escritor y Economista


[1] La alternativa de inversión de Noruega es ortodoxa, de carácter financiero. La heterodoxia económica habría preferido una inversión productiva, en industria e infraestructura, multiplicadoras estas de crecimiento y rentabilidad.

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