El Mercado de San Telmo
El Mercado de San Telmo, construido en 1897 en el barrio homónimo por el arquitecto Buschiazzo, ha servido como proveedor de alimentos y artículos varios a los vecinos desde sus comienzos. En los años que lleva de existencia, el Mercado no estuvo exento del proceso de transformación que fue aconteciendo en el barrio. A su manera, se adaptó a los cambios culturales, comerciales, inmobiliarios y turísticos de la zona y él mismo sirvió como metáfora de éstos, representando a su propia escala los avatares de San Telmo.
Hasta fines del siglo pasado, San Telmo era un barrio más dentro de la ciudad. Pero poco a poco fue cobrando protagonismo en las demandas inmobiliarias como consecuencia de que artistas y extranjeros que se radicaban en el país lo elegían por su entorno histórico, su espíritu bohemio, su arquitectura y sus costumbres.
“El barrio no sólo se identifica con la parte edilicia, se identifica también por sus costumbres”, nos dice Manuel “Quique” Fernández, quien lleva más de treinta años vendiendo cosas antiguas en el Mercado. El barrio se volvió así un lugar de “interés” que ofrecía una nueva personalidad asociada con el arte y la cultura. Hacia 1970 en la Plaza Dorrego se instaló la Feria de Antigüedades, y el Mercado, que hasta entonces había sido el núcleo donde se concentraba el consumo cotidiano del barrio, comenzó a incorporar anticuarios con la aparición de un nuevo actor de consumo: el turista.
Así fue que el Mercado fue asimilando las nuevas circunstancias que vivía el barrio. En este sentido implementó un nuevo rubro a su oferta de productos, el anticuario, que además de atraer a un público más heterogéneo, ocupaba los locales que quedaban libres como resultado, en parte, del auge de los supermercados. Su ubicación dentro del Mercado, hacia Defensa, fue estratégica ya que se hizo en paralelo a todos los negocios de anticuarios que comenzaban a aparecer sobre esa calle y así se amplió el recorrido turístico. El Mercado se convirtió en una atracción más de San Telmo.
Esa fue la manera que encontró el Mercado para adaptarse a nuevas situaciones que ocurrían en el barrio. Sin embargo, esta adaptación también tuvo sus puntos complicados: lo que muchos vecinos lamentan es que numerosos puestos hayan desaparecido o se hayan instalado afuera del predio, como la pescadería San Antonino (ahora sobre Bolívar al 1000). “Se perdió la esencia”, se apena Fernández. “El Mercado abastece a una cantidad mucho menor de vecinos porque ahora hay otros supermercados alrededor y la demanda que tienen los puestos de alimentos es inferior”, explica.
A pesar de todo, hay quienes, fieles a su barrio y a su gente, siguen concurriendo porque lo que se vende “es de primer nivel”, según Fernández. Y el Mercado y su gente –desde los vendedores hasta los clientes y habitués– continúan siendo como una gran familia. Así lo refieren Perla, quien vende ropa y prefirió no dar su apellido, y Luis Fernando Landa Mardoff, quien sigue el legado de Don Ángel y su esposa en la panadería antigua “Angelito y Palmira”.
Todos ellos debieron adaptarse a una nueva realidad que poco a poco fue acentuando ciertos contrastes que conviven dentro de este gran espacio “familiar”. Es así como no sólo frecuentan el Mercado las señoras con sus bolsas de mandados sino también el turista de bermudas y ojotas. Las frutas y verduras frescas y relucientes en las boutiques del cuerpo central o las carnicerías donde los minuciosos carniceros “son cirujanos” por la precisión de los cortes, se codean con los muebles viejos, las lámparas de mi abuelo, las postales amarillas y ajadas de gente que nunca conoceremos, las farolas, los libros usados y las alhajas que hubiera usado una reina.
También es visible el contraste de su arquitectura: la estructura interior claramente industrial y materializada por galerías de hierro y vidrio y una envolvente exterior de material y de estilo neoclásico. Hoy en día existe también el contraste entre los puestos nuevos del playón del lado de la calle Estados Unidos con su “moderno” e inexpresivo diseño que miran sin envidia los puestos centrales de solemne mármol descuidado. Ellos, con sus molduras rotas y sus ganchos olvidados, tienen más historia y más sabiduría que sus nuevos vecinos, las “jaulas” que responden al grito de la moda y la practicidad.
Buenas y renovadas ideas son traídas por los vecinos más antiguos cuando se les pregunta cómo puede el Mercado bien servir a las necesidades del barrio: algunos comerciantes ven necesarias algunas mejoras en el edificio. Fernández, por ejemplo, propone la instalación de servicios como un cajero automático, un Pago Fácil y pequeñas parrillitas. Henry Balvín, de la verdulería Nº 55, está de acuerdo con los cambios que se fueron dando en el Mercado en los últimos veinte años, cuando él instaló su verdulería. Otros son más conservadores, como el caso del señor Mardoff, quien piensa que el Mercado debe conservarse tal cual es, “para las nuevas generaciones”. “El Mercado no tiene por qué cambiar, sino tiene que ser como el amor de un abuelo: guardar los recuerdos y que el día de mañana esos recuerdos florezcan para aquellos que lo quieran ver y lo sepan valorar”, explica.
Más allá de lo que el futuro depare para el Mercado, seguirá siendo un símbolo de las costumbres de los vecinos y la identidad del barrio porque, como bien dice Fernández, “El Mercado es el barrio, es parte del barrio”.
—Clara Rosselli
Esta nota fue publicada originalmente en la revista TELMA: Cultura & Comunidad