El pan nuestro de cada día
Sacralizado como el alimento universal, el pan forma parte de la vida de todos los pueblos desde que en los lejanos tiempos el hombre cultivó cereales, aprendió a molerlos y a comer productos elaborados por sus propias manos.
Los morteros más rudimentarios en las primeras épocas y luego los molinos de viento o impulsados por el caudal de ríos y arroyos posibilitaron la obtención de harinas de mejor calidad y en cantidades mayores.
La incorporación de leudantes transformó a las anteriores masas en un producto más digerible y duradero que en diversas formas se incorporó a la mesa diaria no solo como acompañante de las comidas sino también como parte de ellas.
En Buenos Aires, en los siglos pasados el pan se vendía en las pulperías, a través de la venta ambulante por los barrios de la ciudad o a domicilio.
El pan elaborado con harina flor era caro debido al trabajo que implicaba fabricar harina blanca, el más popular fue el amasado con harina semita que daba por resultado un pan negro y pesado propio del salvado del trigo.
El Molino Harinero San Francisco fue uno de los más importantes de Buenos Aires, se inauguró en el año 1846 y se encontraba instalado en la calle Potosí, hoy Alsina, entre Balcarce y la costa del Río de la Plata, cuya orilla se hallaba mucho más cercana.
Los señores Blumstein y Laroche fueron sus propietarios que emprendieron el proyecto previendo los adelantos técnicos que la industria ofrecía en esos años.
El edificio, de grandes proporciones, cinco pisos y una importante altura, la cual junto a la chimenea hacia que el mismo se destacara dentro del tejido urbano.
La energía era producida por tres calderas de vapor fabricadas en Inglaterra por la firma J & E Hall, empresa que aún sigue produciendo maquinaria industrial.
Son conocidas las fotografías que muestran al Molino San Francisco y su característico entorno ribereño frente al cual por muchos años corrió sobre sus vías elevadas el ferrocarril a Ensenada. Luego de años de sostenida producción, a principios del siglo XX, el Molino San Francisco cesó su producción y el edificio fue demolido.
Otro molino cercano fue el perteneciente a Domingo Justo que se encontraba también en la calle Balcarce esquina Chile.
El aumento de la población en las últimas décadas del siglo XIX propició el crecimiento de la ciudad y como resultado del aumento de la demanda se abrieron nuevos locales y aparecieron los mercados proveedores como el de San Telmo entre otros.
Los conflictos sociales se multiplicaron y las distintas corrientes políticas se hicieron eco de los mismos
El anarquismo tuvo un campo fértil donde desarrollarse, especialmente a través de la inmigración italiana.
Enrique Malatesta, un italiano que desde joven abrazó el ideario anarquista, llegó a ser discípulo y amigo de Mijail Bakunin, recorrió Europa como ideólogo y activista político. Esto le valió que en el año 1885 debiera exiliarse en nuestro país, donde participó abiertamente en la lucha del movimiento por las reivindicaciones de los trabajadores.
Por su iniciativa se creó la Sociedad Cosmopolita y Colocación del Obrero Panadero, que recién fue reconocida por el Congreso Nacional el día 4 de agosto de 1957, fecha en que se celebra el día del Panadero.
En cuanto a Malatesta, cuyo apellido debió influir en su obstinado carácter, regresó a su país en 1889 en donde siguió en la actividad política, años más tarde al oponerse al fascismo pasó los últimos años de su vida en arresto domiciliario. Murió el 22 de julio de 1932
Hoy la harina llega a los comercios procesada por las grandes empresas molineras. Las panaderías ofrecen una gran cantidad de productos entre los cuales no pueden faltar las distintas clases de pan, las medialunas, las facturas surtidas, las masas, tortas y todas las cosas que hacen más feliz la vida de los porteños.
Lamentablemente muchos locales con su equipamiento en estilos art nouveau o decó han desaparecido o modernizado el mobiliario.
San Temo perdió muchas panaderías por ese equivocado camino, las instalaciones de una de esas panaderías se encuentra en el Museo de la Ciudad donada por el arquitecto José María Peña.
Eduardo Vázquez
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