El papel de El Sol de San Telmo y el poder de expresarnos
“Un kilo de papa negra y tres batatas”, le había pedido por favor al Rulo, el verdulero de la esquina, a la vuelta de casa. Describir entonces la inmensa, terrible, intensa, asombrosa, dolorosa hasta las casi lágrimas que daban batalla con la risa; sensación por lo que vi en la escena posterior me es, aun hoy, maravillosamente imposible. El Rulo envolvía como si nada, inmutable con su bic azul en la oreja, silbando a alto volumen, mis papas. Pero lo hacía, nada más y nada menos, que con una nota que yo había escrito en el semanario del pueblo. Arrugado, sirviendo de contenedor, estaban las letras de mi nombre en ese papel. Lo vi ahí, pronto a ser basura, empaquetando esa parte del estofado que me comería más tarde. Era mi nota, mi nombre, algo que había costado tiempo, diccionarios, pensamientos, preguntas, discusiones y ese hombre ni se conmovió en ser partícipe del asesinato de semejante cosa.
Tenía yo unos 12 años y era esa una de mis primeras crónicas pueblerinas, allá en Magdalena. El camino de regreso a casa duró una vida en mi vida. Quizá todas las sensaciones que, incluso, no alcanzan para desahogarse, acompañaron mis pies hasta casa. Sabía que estaba a punto de ser testigo y cómplice del entierro de mi creación, de mi nombre y apellido en tinta. Y, peor: mi padre, maestro en la profesión, haría de verdugo al sacar las papas y tirar al tacho el papel de diario.
Entonces fue cuando el viejo cascarrabias (papá) preparaba sus maravillosas pociones con las que apenas tapaba el perfume de los tilos, me enseñó. Lo hizo otra vez. Me dijo algo así como que el nombre de una persona es importante dependiendo del contexto, de quien lo crea, de quien se lo crea, de quien lo mire. Que quien te idolatra puede matarte de acuerdo a sus necesidades; no a las del idolatrado u odiado. Que las noticias, las notas periodísticas debían hacerse con pasión, con la sensación de verdad, con la idea de eternidad y respeto de esa eternidad, aun sabiendo que ese artículo podía terminar envolviendo papas.
Creo que mi padre trató de explicarme la importancia de poner todo en cada escrito porque, en el momento en que se lee, puede estar ejerciendo una tarea que, incluso, excede a quien lo escribió. Y también alguien, como yo, con mi maldita costumbre hasta hoy día, podía leer y descubrir algo, incluso, cuando ese papel era envoltorio en una verdulería. “Pero, mi flaquita, lo que queda no se ve; va más allá de lo que podés vivenciar, ser testigo; lo que queda y toma vida propia, se convierte en algo que vive en todo el pueblo, que hace su trabajo mientras vos estás haciendo otra cosa y hasta te olvidaste de lo que escribiste”. Claro, el estofado de ese día llevó mis lágrimas como condimento adicional; pero la dureza de papá y la del Rulo me marcaron para toda mi vida. Hacer las cosas lo mejor posible; poner todo. Sentirse importante sólo por poder agradecer a la vida la capacidad de percibir, detectar y saber comunicar. De unir personas, ideas, sensaciones, informaciones, de trabajar para sociedades alfabetizadas, con derecho a su derecho a saber. Pero, una vez escrito, dejarlo ir; dejarlo ser parte de lo que cada lector o habitante de una comunidad quiera que sea. Toma su vida, hace su camino, crece, se olvida de quien lo hizo, incluso, pero vive. Es decir, no muere aunque uno sí muera.
La gran tarea de la comunicación comunitaria sería, creo, el resultado de la enseñanza que empezó en la verdulería y terminó con el estofado.
Unos cinco años después, ya en Buenos Aires, publiqué mi primer nota en un diario nacional. Y me costó aceptar aquel aprendizaje. Pero seguí en ese y otros diarios, revistas y canales de televisión. Nunca más comí un estofado como el de papá, eso jamás.
Con esa historia, de a poco, paso a paso-papa a papa- pude llegar a dar la vuelta y a atreverme a ser una periodista que –duele- pero se anima a ver suicidado su nombre en la inmensidad de los medios porteños, cotidianos y a conocer El Sol de San Telmo.
Conocerlo fue, casi, como regresar a mi pueblo. Otra vez, tener un medio para hacer eso que amo y que en los grandes medios se pierde: enterarte de algo cercano, que importa, conocer a las personas que necesitan saberlo y a otras no y entonces, escribirlo, hacer que la información llegue a esos seres y ¡escuchar! la devolución. ¿Cómo? No con aplausos o golpes: con hechos. Caminar por San Telmo y ver que se hizo algo con el impulso de lo que se publicó, por ejemplo, es eso que mi padre me había dicho. Uno debe dejar de ser para dar lugar al hecho, a la comunicación comunitaria.
Así fue que acepté ser la editora de El Sol: por respeto a la profesión, por amor, porque su nombre era una señal, porque recuperar la esencia de lo que soy, a esta altura de la vida, no está nada mal.
Entonces, este periódico fue el espacio para denunciar lo que parece destructivo, describir y difundir cosas maravillosas, empezar a trabajar sobre la identidad, al fin. Esa palabra resume toda intención de comunicación vecinal. Todo lo que se diga tiene un fin servil a ese concepto maravilloso y por el que andamos en este mundo: identidad. Para eso, hay que unir. Hay que comunicar. Crear lazos, forjarlos y fortalecerlos.
Quizá, si cada ser que tiene una idea pudiera hacérsela llegar a quien puede lograr que la realice, el mundo, el barrio, andaría un poco más tranquilo; con más equilibrio.
De este periódico y de sus notas salieron palabras, necesidades, sensaciones y, por naturaleza, proyectos. El artículo sobre la suciedad en el barrio dio lugar a la iniciativa vecinal San Telmo Limpia. La entrevista al director de Casco Histórico de la Ciudad a poco de su asunción, puso luz a la intención del Gobierno de la Ciudad (no suya sino de otro sector) de implementar un proyecto en el barrio que, una vez instalada la información en los vecinos, se entendió como negativo, o contrario a lo que la mayoría de esos vecinos quiere y, así, nació San Telmo Preserva para discutir el Proyecto Prioridad Peatón. Las caminatas por las veredas santelmeñas y algunos cortados en bares, nos encontraron con seres con vida inmensa para contar y parieron San Telmo Cuenta.
Un sol no tiene intención; existe y da luz, calor, acaricia, pone color y por su naturaleza provoca que algunas cosas broten y crezcan. Y, como me enseñó el verdulero, da lugar a que cada cosa tome vida propia. Si logramos un barrio comunicado, con derecho a decir y a escuchar, a saber, a equivocarse, a hacer, a discutir, reforzamos esa cosa tan intangible y bella –y razón para estar aquí- que tiene San Telmo: la escala humana.
Si esto se logra en cada barrio, podemos sumar ciudades hasta llegar a un mundo. Simplemente, desde darnos la posibilidad de comunicar, de contarnos, de decirnos. De permitir que salga el sol y de pelear por él. Feliz nueva vuelta a la vida. Que este año nuevo traiga cantidad de papeles en blanco para escribirlo como se lo desee y para vivir sin olvidar lo que nos trajo a la vida; lo que nos hizo ser esto que somos para crecer, para avanzar. Y, si podemos, en comunidad.
—Nora Palancio Zapiola