El pasado logró transformarse en futuro

Homenaje a la amistad

¿Jorge? Soy Tony Teja.

¿Tony Teja?

¡Tony Teja en el teléfono! Un abismo se abrió a mi espalda. El abismo del pasado que repentinamente, con esa aparición, readquiría todo su espesor y profundidad.

“¡Andaluces de Jaén!”

“Aceituneros altivos”

Tony Teja cantaba y se acompañaba rasgueando la guitarra.

Era la tertulia de Alfredo Tapia Gómez. Allí íbamos los escritores una o dos veces por mes para realizar el ejercicio piadoso de escuchar y de que nos escucharan. Tony Teja aportaba la música y el canto. Esa noche, la última, cantó Andaluces de Jaén, un modo de homenajear y desearle buena suerte al contertulio que partía para España. Era 1976 y la semana siguiente me embarcaba en el Cristóforo Colombo que hacía el viaje final de línea regular, Buenos Aires a Barcelona, quince días en alta mar.

Llevaba un baúl, como mis abuelos. Me despedía para siempre. Porque sentía que el horror que dejaba atrás duraría para siempre. Por suerte me equivoqué.

Elegí el barco porque supuse que el traslado lento me daría tiempo para reflexionar sobre mi decisión e impediría que el cuerpo llegara a puerto antes que la mente. Fue una fantasía; en realidad floté dos semanas mecido por el océano en un estado de irresponsabilidad feliz, como en el líquido amniótico. Más tarde descubrí que en un viaje psicológicamente sin retorno no se llega a destino cuando se llega sino cuando se comprende que allí se está. La primera mañana me desperté en la luz tenebrosa del alba invernal y escuché los sonidos extraños de una ciudad extranjera. Me afeité ante el espejo y con un estremecimiento me pregunté a la cara: ¿Qué hago yo aquí? Después la vida, que impone las reglas, siguió su curso durante treinta años de expatriación. Y hoy, de vuelta en Buenos Aires, una voz me busca: “Andaluces de Jaén”.

“Leí en El Sol de San Telmo la nota sobre tu nueva novela y me enteré de que éramos vecinos”, me dijo al reencontrarnos Tony Teja, la voz del pasado que regresaba. Nos abrazamos. Una publicación barrial había consumado el milagro inocente de suturar el desgarro del tiempo.

Jorge Andrade

 

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