El romance del arrabal: Olores, colores y texturas del mercado de San Telmo

Relojería en el Mercado Foto: Alberto Martínez

Relojería en el Mercado Foto: Alberto Martínez

Se te embroca desde lejos, / pelandruna abacanada, / que has nacido en la miseria / de un convento de arrabal…” (C. Flores, Margot, 1919).

En los tangos de aquellas décadas, se reflejaba la división de los distintos grupos tangueros que surgían. Por su poesía, su condición social y los códigos arrabaleros, se delimitaba el tango orillero y compadrito, guapos como pocos los muchachos de San Telmo.
Esta oposición entre “Florida” –o “el centro”– y el “arrabal” expresa una querella literaria central de la época, y ha dejado muchas huellas en el tango (y por ende en la cultura) argentino: la oposición de los poetas de Boedo (Editorial Claridad) a los de Florida (revista Martín Fierro).
La palabra arrabal es de origen árabe, y se define más en el tiempo que en el espacio: no habla de algo palpable sino todo lo contrario -es una bruma nostálgica salpicada de lunfardo-. Algunos autores de tango la relacionan directamente con la parte Sur de la ciudad.
San Telmo, hoy, es una fusión de capas históricas, entrelazadas e invisibles que tejen un espacio atemporal y melancólico llamado arrabal. Éste no pertenece a una cuadra o manzana en particular, se siente en distintos lugares y nos remonta a sensaciones que tal vez nunca vivimos. Hubo bellezas inexplicables como la de aquellos sábados por la mañana, donde se mezclaban el olor a cera, las grandes puertas, el kiosco de Don Armando, la leña del Maestro Pirilo poniendo en funcionamiento su horno y los adoquines que brillaban al rocío del viejo barrio…
Es difícil borrar el recuerdo del primer tanguero que vi en mi vida, con un escenario de fondo tal real y abrumador como el histórico Mercado de San Telmo.
En 1897, cuando se permitió en todos los barrios la construcción de mercados proveedores particulares, se levantó el actual mercado de San Telmo (trasladado de la Plaza Dorrego -en esa época la plaza del comercio-), con esos imponentes techos de estructura metálica que se elevan hacia el cielo, guardando una infinidad de recuerdos e historias.
Es este mismo mercado donde durante un siglo abundaban las carnicerías y las coloridas verdulerías que se reflejaban en el lustrado solado de mármol. Allí se encontraba el verdadero lugar de reunión barrial e intercambio socio-cultural de aquellas épocas.
El tiempo era otro, sobre todo al momento de ingresar al mercado. Allí el recorrido era variado y dependía de las largas colas, o éstas eran justificativos para charlar con aquel vecino que hace unos días no veíamos. Yo de chico veía una pequeña ciudad llena de puestos, donde todos los vendedores disfrutaban de su actividad y pocas veces se los veía fuera de aquel recinto, cosa que alimentaba la ingenua sensación de que algunos vivían allí dentro…
Mi primera escena del Realismo Italiano no la vi en una película de Fellini, sino que la tuve frente a la pictórica pescadería comandada por Luis, un personaje fuera de serie. Allí los pescados brillaban, eran grandes, dorados y plateados, el hielo decoraba esas gastadas bateas, los pulpos eran raros pero atractivos. Esas gigantes balanzas que colgaban de algún lado y las registradoras de cobre daban un remate sin igual…
El sonido de las carnicerías era un capítulo aparte. Pasaron años para que mi altura me dejara ver que había detrás de esos grandes mármoles blancos: la ceremonia de Pascual afilando esos grandes cuchillos, la picadora de carne, las heladeras de madera y ese no sé qué que nos hizo a todos soñar alguna vez con ser carniceros.
Cómo olvidar la panadería de Angelito y su señora, el aroma al pan, los alfajorcitos: blancos o negros, no había mucha vuelta. Eran épocas de galletitas sueltas, y la cantidad de latas en exposición allí era la felicidad misma. La posibilidad de comprar una de ésas cerradas era muy remota, alguna familia de psicólogos capaz se animaríaÖ
No había mejor imagen que los rombos que formaban las frutas y las verduras combinadas según colores. Eran grandes y vistosas las verdulerías, con el piso siempre limpio y todos los cajones ordenados. No era tan lindo el lugar donde amontonaban las papas; nadie mostraba con orgullo ese sector y la gente compraba rápido allí.  No había mucha variedad sino la mercadería necesaria, y todo entraba en esas bolsas coloridas a rayasÖ
Me llama la atención hoy en día no escuchar conversaciones en las colas, ni tengo mucho ánimo por recorrer el viejo mercado. Nos chocamos con unos puestos que no sé bien qué venden, nos miramos todos extraños y desconfiados. ¿Tan mal hacemos quedar a nuestro abuelos o bisabuelos? ¿Seremos de Florida o del Arrabal?
—Guillermo Weiss, artista plástico, vecino e hijo del barrio

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