El Taller de Vicente y Simoneta
Sobre la mesa se coloca la tela de un anónimo blanco, luego -con mano diestra- se extiende el color a través de una trama tensada sobre un bastidor, este se corre un paso adelante y el proceso sigue. Otros bastidores y sucesivas pasadas, cada una con un color distinto, completan el dibujo.
Así, lo que hace poco era solo una trama de hilos es ahora un intrincado paisaje de colores y formas.
Pero esto no es nada más que la mecánica del estampado, un proceso muy antiguo de reproducción en serie de imágenes. Lo mágico está en esa fuerza, tal vez inexplicable, que diferencia al artesano del creador y permite que esta operación repetitiva culmine en una obra única, cuyo valor no es la técnica sino la materialización de lo ideado por el artista.
Simoneta Borghini y Vicente Gallego, volcaron su formación profesional hacia el arte aplicado. Luego de encontrarse en algún cruce de sus caminos convergentes, comenzaron su propia experiencia en común. Como los opuestos se atraen la vertiginosidad de Vicente se unió a la meticulosidad de Simoneta y dieron a luz no solo dos hijos, sino también un trabajo renovador en los turbulentos años setenta del siglo pasado.
A su primitivo taller se entraba a través de un largo pasillo lleno de plantas, que se vislumbraba desde la calle Chacabuco; en el interior las mesas de trabajo, las pinturas, las telas, los celuloides con los diseños que reproducidos sobre la trama de los bastidores servirían para el estampado, se distribuían en el espacio no demasiado generoso del lugar. También había lugar para la oración, el té de la tarde y la visita de los clientes y amigos, que muchas veces eran ambas cosas.
En aquel lugar nacieron las telas primitivas de este dúo inefable. Ya que, como sabemos, no es lo mismo oír que escuchar, tampoco lo es copiar que recrear y recrear es -precisamente- lo que lograron hacer en esos años en que sus telas se poblaron de diseños coptos, medievales, art nouveau que -sin prejuicio alguno- compartieron su prestigioso reinado con flores, frutas, geometrías diversas y cuanta cosa se les ocurriera a sus creadores.
Años después se mudaron a otro taller, que se construyó especialmente y que incluía la restauración de una vieja casa en el recién inaugurado Casco Histórico de la ciudad donde, con mayor comodidad, siguieron trabajando en el diseño textil con un concepto renovador que, en aquellos años de la década del 80, era por cierto un desafío al presunto orden trágicamente impuesto.
Luego decidieron radicarse en España y casi les perdimos el rastro, pero sabíamos de su trabajo en Barcelona por amigos que los visitaban.
Pero un día, Vicente volvió de visita y decidió donar al Museo de la Ciudad todas las telas que habían dejado en Buenos Aires, así como los diseños, muestrarios y catálogos, como recuerdo de sus auspiciosos orígenes.
Eduardo Vázquez