Espacios compartidos: la lección de los conventillos
Cómo este legado de nuestra historia urbana generó una convivencia que añoramos hoy
Los espacios suelen tomar la impronta quienes en ellos habitan, pero también es su forma, disposición y ubicación lo que genera ciertos vínculos y hábitos de vivir en sus habitantes. Compartir un espacio en la ciudad –sus calles, sus veredas, sus plazas– favorece la pertenencia y la confianza y cambia la manera en que la gente se relaciona con los otros. El caso particular de los barrios del Sur de la Capital Federal -entre ellos San Telmo- es que se han distinguido históricamente por un modo de crear ciudad más allá de la línea municipal, dentro de un ámbito privado convertido en colectivo, en el interior de los conventillos, donde se desarrollaba la mayor parte de la vida de sus habitantes.
Algo de historia
Su comienzo estuvo de alguna manera promovido por la epidemia de fiebre amarilla que devastó la ciudad en 1871 y obligó a las clases pudientes que vivían en San Telmo y Barracas a desplazarse hacia la zona Norte de Buenos Aires, en busca de mejores condiciones de salubridad, quedando el barrio Sur despoblado y marginado. Fue recién hacia el año 1880 que las primeras oleadas de inmigrantes europeos que llegaban al país comenzaron a densificar nuevamente esta área de la ciudad. Las casonas abandonadas años antes por la clase acomodada sirvieron como vivienda para toda la masa de gente que llegaba del exterior.
Posteriormente, en las primeras décadas del siglo XX, con el advenimiento de las guerras mundiales, la inmigración continuó sucediéndose y la ciudad se vio colapsada por una gran demanda habitacional. Esto inspiró a los especuladores inmobiliarios a desarrollar el negocio del “inquilinato” o “casa de renta”, que más tarde tomarían el nombre de “conventillos” inspirados en la palabra latina conventus -lugar de asamblea o reunión-, haciendo referencia a sus patios como lugar compartido.
Los protagonistas
Queríamos conocer esta experiencia directamente desde sus protagonistas y por eso entrevistamos a cuatro vecinos que pasaron sus infancias en conventillos y tienen cientos de historias para contar sobre el San Telmo “de antes”: Sara Esther González (51), Emma Bolos (66), Isabel Bláser (56) y Hugo del Pozo (59). La primera pregunta es fácil: ¿qué significa un conventillo para cada uno de ellos? La respuesta de Sara es contundente: “A partir del momento que uno comparte con otros el baño, la ducha y las piletas de lavar su ropa, o sea los espacios de su intimidad, uno se está integrando de una manera muy especial, porque estas cosas son las que uno comparte con las personas más cercanas”. Para Hugo y Emma su paso por los conventillos fue como vivir en una “gran casa”, donde el mismo lugar de reunión, que era el patio, impulsaba la solidaridad, la colaboración y la confianza entre vecinos.
La convivencia
Al hablar de la convivencia dentro del conventillo, todos coinciden en la diversidad de las culturas como un rasgo característico. Emma recuerda que “había correntinos, españoles, italianos, gallegos, gente del interior. Los correntinos venían con un acordeón para fin de año y todos bailaban; no había diferencias”. Hugo nos cuenta de la sopa paraguaya que preparaban sus vecinos venidos del Paraguay. Y Sara comenta la historia de la llegada de su madre española al conventillo de Paseo Colón y México.
Fue gracias a la disposición en planta, con habitaciones que se ubicaban en forma de “U” o de anillo alrededor de uno o dos patios centrales, que los vecinos crearon vínculos cercanos, casi familiares. El patio era el corazón del edificio, donde sus habitantes pasaban la mayor parte del día. En ciertos casos aquel espacio era también el lugar destinado a actividades tales como la cocina, el lavado de la ropa y el patio de juegos de los niños.
“Arquitectónicamente la casa es un cuadrado, con uno o dos pisos, el patio es central, todo el mundo confluye allí”, nos explica Hugo mientras garabatea un planito en un papel. “Siempre había alguien que tenía un canario en los conventillos, pero bien alto para que el gato o los nenes no lo pudieran tocar, y se escuchaba en todas las habitaciones”. Estas habitaciones constituían viviendas en sí mismas y podían dividirse con cortinas o con muebles para diferenciar espacios. Sus puertas permanecían abiertas durante el día y sólo se cerraban para dormir la siesta y a la noche.
“Dormíamos con la puerta cerrada, pero no con llave -dice Isabel-. Cuando necesitábamos plata para pagar algo, mamá me decía ‘pedile a la Sra. Marta y decile que cuando cobro se lo devuelvo’ y la Sra. Marta le prestaba lo que necesitaba sin hacerle firmar nada, porque el código era el cumplimiento de la palabra”.
“La gente compartía mucho el afuera, sobre todo en la planta baja donde estaba el patio central”, cuenta Sara. Durante las fiestas, se armaban mesas con caballetes y todos comían juntos, como una gran familia. El compañerismo se daba tanto en niños como adultos: “En el patio de mi casa éramos siete chicos, pero había un solo varón, entonces había que buscar juegos para integrarlo”, dice Emma. Hugo recuerda que su familia fue la primera en comprar un televisor y que todos los vecinos iban a su casa a ver los programas.
Los conventillos y el barrio
Los conventillos, a principios del siglo XX habían crecido en cantidad. Sin embargo, nuestros entrevistados consideran que el porcentaje de esta tipología edilicia hacia mediados de siglo, con respecto a otros tipos de viviendas en el barrio, era menos de la mitad. En cuanto a la permanencia en ellos era estable en el tiempo (un rasgo que los diferencia de los hoteles más pasajeros de hoy): las familias solían vivir varios años allí, al menos hasta que apareció la posibilidad de comprar o alquiler una vivienda mejor.
En el Buenos Aires de los años ’50, ’60 y ’70, la calle era un lugar tranquilo y entonces el patio del conventillo podía extenderse hacia afuera. Los niños jugaban en las veredas o hacían las compras desde muy pequeños. Había menos tránsito y más confianza con los vecinos, con el policía que cuidaba la cuadra y con los dueños de los negocios de la zona. “El vigilante, a quien todos conocían por su nombre, me acompañaba a la parada del colectivo”, recuerda Emma.
“Todos los chicos éramos compañeros de aventuras -rememora Isabel-. Salíamos a la vereda y como enfrente había una plaza, nos cruzábamos para jugar a las escondidas, a la mancha, al policía y al ladrón, mientras mamá daba clase en la pieza donde vivíamos los cuatro o preparaba la comida en un Bram Metal a kerosene que estaba en un rinconcito, separado por un mueble que hacía de biombo. Nadie mayor nos miraba porque todos jugábamos con todos y nos cuidábamos entre nosotros”.
No faltaba tampoco quien sacara sus sillas para las fiestas y festejase en la calle con otros residentes de la cuadra, y era común ir de visita de una casa (o habitación) a otra para saludar y desear una feliz Navidad o Año Nuevo a todos los vecinos.
La convivencia hoy
Han pasado algunos años desde que el último gallo dejó de cantar en alguna terraza de San Telmo y desde que las presiones inmobiliarias comenzaron a expulsar a su población estable. Las calles y la gente fueron testigos de cambios a nivel urbano y social, y los espacios donde compartir con los vecinos disminuyeron (“ahora, por la misma forma del edificio –moderno, sin patio central– no es tan fácil”, observa Sara) o se degradaron y la inseguridad desalentó la salida a la calle.
Sin embargo, nos alegra saber que existen entre algunos santelmeños la memoria y la esperanza de los valores de la convivencia y el compartir en el barrio. “Mirando para atrás en mi vida, fue una de las mejores cosas que me pasaron -dice Isabel-. Por eso creo que los vecinos debemos conocernos todos y ayudarnos entre nosotros, porque cuando eso pasa se forma una red invisible que es muy difícil de destruir”.
“El tiempo no vuelve atrás, pero quizás lo que se puede hacer es crear situaciones que permitan unirse y ser más solidario, que luego se puedan multiplicar”, recapacita Emma. Quedan todavía muchas maneras de mantener viva la tradición comunal que durante tanto tiempo sostuvo la cohesión social de San Telmo: colocar más bancos en la vía pública (“cuando hay más vecinos sentados en la calle el delito de desalienta”, explica Sara) o recuperar las plazas y veredas como lugares de encuentro social (“nosotros plantamos árboles en nuestra calle”, dice Hugo).
me encanto la opinion de las personas que vivian en los conventillos me va a ayudar en el cole grax por la informacion
jazmin aizcorbe
6ºaño parroquia lourdes
esta re buena la opinion