GORRI

Parada de porteño de otrora, ojos de águila en vuelo, manos de carrero metafísico.

Todos lo conocían como Gorri, a secas. Así lo llamaban sus alumnos, sus colegas, sus amigos, los vecinos del barrio, los mozos de los bares, los parroquianos, las amas de casa que cruzaba en los mercados. Él se presentaba así: Gorri.

Nunca se desentendía de los desastres de su tiempo, de las debacles del ser o de la muerte de un amigo. Siempre se demoraba en responder, mientras escondía sus manos en la espalda acomodándose la osamenta. Te miraba a los ojos y se paraba el mundo.

El Gorri era enorme. 

Carlos Gorriarena nació en Florida, Buenos Aires, un 20 de diciembre de 1925. Su padre quería que fuera marino; su madre, que fuera pintor. Una prostituta rumana le regaló una caja con colores al óleo, pinceles y trementina, con los que el Gorri pintó su primer cuadro: una fragata en medio del mar.  

“Así, sin querer, en un acto conformaba a mi madre y a mi padre. El cuadro se lo regalé a aquella mujer que laburaba en los quilombos de San Fernando. A veces pienso que toda mi vida navegué en aquel barco”, recordaba siempre. 

A los 18 años entró a la Escuela de Bellas Artes, donde tuvo grandes maestros: Antonio Berni, Lucio Fontana, Lino Enea Spilimbergo. Cuando ellos se fueron de la escuela, también lo hizo él para estudiar con Demetrio Urruchúa. “Con el vasco aprendí que había que trabajar largos años y todos los días para ser pintor”.

En 1960, Carlos Gorriarena comienza a exponer su obra. Su pintura transitaba la abstracción expresionista basada en una especie de subversión, para luego iniciar un proceso de exacerbada gestualidad con imágenes icónicas (banderas, orejas, testículos, gritos) en el marco del legado emergente del grupo COBRA mientras que, en esos años, su compromiso político lo posicionó junto a otros pintores contestatarios: Ricardo Carpani, Carlos Alonso y Antonio Berni. “En el cuadro hay que cuestionar lo que hay que cuestionar en la realidad», afirmaba el Gorri.

A fines de los años sesenta se integra al equipo de la mítica La Rosa Blindada; era un activo militante comunista pero, en los años de la resistencia, el Gorri se hizo peronista junto a su cofrade “Juanito” Gelman.

El fuego de tu mano

queda en el mundo, quema

suciedades terrestres,

llena la copa de buen ojo,

el que mira oleajes

de amor y de dolor

Al Gorri lo conocí en el año ¨66¨ -recordaba León Ferrari- en una colectiva de apoyo a Vietnam y nos hicimos amigos para toda la vida”. “En el año ¨69¨ volvimos a encontrarnos en un homenaje al Che Guevara y en la muestra ¨Malvenido Rockefeller¨, en la SAAP”. “El Gorri pintaba fuerte y lo hacía con los militares encima”, recordaba León, que admiraba su obra y su coraje.

“… Tenía familiares cercanos y amigos muertos. Mi hija había tenido que irse del país, mi hijo se fue después. Yo tenía tanto miedo como los demás, pero me impuse como un deber exponer todos los años en mi país”. Gorriarena usó siempre su pincel como máquina de guerra.

Se había exiliado en Madrid donde trabajó como publicista, pero regresó pronto -en 1973- cuando la democracia y el peronismo volvían. A partir de ese momento, sus cuadros se vuelven descarnadamente figurativos y se transformarían en un grito desaforado.

En los años de la dictadura su obra será un faro de la resistencia. Va a denunciar la represión en El regreso de los dinosaurios y Sobre una blanca pared. Y con Hechos y su serie Jardines comprometidos dará testimonio de la lucha de las Madres de Plaza de Mayo.

El Gorri era enorme.

ese fuego

funda ciudades,

soles que no se ven,

para a los mazos que golpean

en pabellones del espanto

Raúl Santana sostiene que Gorriarena es el gran heredero de Antonio Berni. Compartían el compromiso político y una obra muy argentina y voraz en sus formas. “El uso impiadoso de la materia, su cromatismo fauve y orgánico, los machos desbordados y las hembras desbocetadas serán sus marcas”, afirmaba. Gorriarena testimoniaba el dolor, la desesperación, el odio y el espanto. “Alguien muere y Gorriarena va y pinta al muerto”, decía Pablo Suárez.

La materia pesada se agazapa en su mirada serena y gozosa”, sostenía Miguel Briante. “El Gorri se daba lujos líricos e irónicos, pintaba como si fuera Dios mirando el mundo y limándose las uñas”.

Carlos Gorriarena recibió en vida los máximos galardones que puede recibir un pintor: el Gran Premio Nacional y el Municipal, el Premio al Mejor Artista, otorgado por la Asociación Internacional de Críticos de Arte y la beca John Simón Guggenheim en la Memorial Foundation, de Nueva York.

También realizó muestras antológicas en el Centro Cultural Recoleta, en Arte BA, en el Museo Nacional de Bellas Artes y en la Galería Thomas Cohn de San Pablo.

El Gorri era enorme. 

Carlos Gorriarena fue un artista insondable para quien la vida era “una fiesta”. También fue un gran maestro que, desde lo simple, enseñaba lo profundo del arte. Cuando decidí tomar clases con él yo pintaba desde hacía años; había ganado algún premio y vendía obras de vez en cuando. Mientras subía las escaleras de su taller de la calle Charcas, en mi primera visita, yo ya sabía que sería mi maestro.

“Un pintor debe trabajar de espaldas al éxito”, me dijo cuando vio algunos de mis trabajos.

Después de mi primera clase, tuve un desprendimiento de retina. Cuando estaba perdido entre las sombras, el Gorri me hizo una visita.“La pintura no tiene que ver con la vista”, me dijo con firmeza. “Hay que capturar la luz, agarrarla, tenerla entre las manos y no dejarla ir. Con la poca luz que tengas, podes pintar todo”.

Cuando volví a su taller no veía los pinceles, pero podía pintar los cuadrados de sus ejercicios de interrelación del color. Las clases eran una fiesta y los rituales posteriores, un acto litúrgico. Íbamos a comer a bodegones donde compartíamos, hasta la madrugada, largas charlas regadas de Negroni.

Desde lo simple, Gorriarena enseñaba lo profundo del arte sin atajos ni desvíos. Era un ser del que uno podía aprender desde la enormidad que solo tienen los grandes maestros.

“Cuando un pintor, a través de su poética, comienza a descubrirse va a transitar el peligro y a construir su propia cárcel”. 

Gorriarenano creíaen la función social del arte y despreciaba el poder y el “pietismo” de los que cuelgan en sus casas ricas obras con pibes pobres para calmar sus culpas. 

Era un gran gourmet y buen bebedor. Una noche, mientras tomaba su último trago, sin mirarme, me dijo: “Te tenés que ir, ya no te puedo enseñar nada”. Para mí fue una puñalada. Me echaba de sus clases.

“Me dejás en pelotas”, le respondí. Como si no me hubiera escuchado, terminó su vino y me dijo con dureza: “Un artista es artista cuando está en pelotas. Si no te echo, serás un alumno toda la vida”. Me dio la espalda y se fue.

Carlos Gorriarena fue mi maestro en el arte y en la vida. De él aprendí todo lo que sé y todo lo que no sé.

El Gorri era enorme. 

contra la perra de la injuria,

las mañanas sin leche, las

llagas del corazón,

el fuego de tu mano arde

A fines del 94 el Gorri abría su taller definitivo en el corazón de San Telmo, en el pasaje San Lorenzo. Con Coco Rasdolsky y los planos de Jorge Sábato habíamos estado en su génesis, pero “el maestro” no nos dejaba ir a las clases.

Nos juntábamos a comer un congrio con limón en el Almafuerte de México y Defensa o el bife de chorizo de Las Marías de Bolívar casi Estados Unidos o a cantar la marcha en El General de Belgrano y Defensa. Era un ciudadano de San Telmo.

En 2005 dejó las clases en el taller para pasar largas temporadas en su casa de La Paloma donde, frente al mar, terminaría su vida.

Pero el Gorri nunca se iría de San Telmo.

Su enorme obra quedó en manos de su amada compañera Silvia Vesco, habitando su casa y galería de la calle Chacabuco, donde también se realizó un gran mural con una de sus obras. Su hija Andrea vive en la casa del pasaje San Lorenzo. Y en mi taller habita un pastel de su autoría.

La última vez que lo vi fue en la despedida de un amigo. Luego de los rituales fuimos a tomar un Negroni en un bar del bajo. Me miró a los ojos y me dijo: “Pude sentir ante la Pietá de Miguel Ángel, ante esos pies y ante esas manos, que allí se originó el espacio y la forma. Fue como si Dios existiera”.

El Gorri era enorme.

dentrísimo de vos, desde vos,

empeñado en alzar

lo que es y no fue,

mares, mareas, vida, siempre.

Este poema fue escrito por Juan Gelman el jueves 16 de enero de 2007, para ser leído por Cristina Banegas en el entierro de Carlos Gorriarena en el cementerio de la Chacarita.

                                                                       Horacio -Indio- Cacciabue

Obra del Maestro Gorriarena.
«Gorri», oleo de Horacio Cacciabue.

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