Historia de las Casas de Baños
Tipos de baños y lugares para el aseo personal
Introducción
Además de la higiene corporal el baño está asociado históricamente con la medicina, pero también con la magia y con la religión. El agua se consideró siempre -en casi todas las culturas- como un medio de purificación. En las antiguas civilizaciones, como Grecia, se usaba para curar tanto el cuerpo como el alma y como remedio contra la depresión. Tanto es así que, en ciertos rituales, una estatua era llevada en procesión hasta el mar para ser bañada por mujeres en una solemne ceremonia secreta.
Desde siempre, los grupos humanos buscaron la orilla de los ríos y arroyos para instalarse, ya que esto resolvía muchas de sus necesidades: beber, higienizarse y eliminar desechos corporales.
En el Buenos Aires antiguo había cuatro maneras de bañarse: en la propia casa, en el Río de la Plata, en los Baños Públicos y en las Casas de Baños.
En la historia de la higiene de nuestra ciudad hay una figura fundamental y digna de admiración: el Dr. Guillermo Rawson. Este médico higienista fue ministro del Interior del gobierno de Bartolomé Mitre y primer profesor universitario de la cátedra de Higiene, en Medicina. Se destacó por su actuación heroica contra la Fiebre Amarilla. En 1880 fundó la Cruz Roja Argentina y decía cosas como esta: “Necesitamos baños públicos gratuitos y muy baratos, no los que actualmente tenemos (refiriéndose a las Casas de Baños). El pobre necesita aseo, necesita agua abundante, tanto más cuando por sus condiciones especiales lo amenazan la suciedad y la pestilencia y el baño accesible a sus fuerzas es, a no dudarlo, uno de los más poderosos para su higiene, que en último término es el de la comunidad”. Y también: “En Buenos Aires tiene que haber agua potable, por lo menos 100 litros de agua diarios por habitante; basta de aljibes y agua de pozo de la napa freática, del río o del mar; una buena limpieza doméstica, con baños, lavados y abluciones corporales”.
En su trabajo “Estadística vital de la ciudad de Buenos Aires”, 1883, incluye un mensaje de avanzada: “De los conventillos surgirán el socialismo, la revolución y el anarquismo”. Considera un problema la falta de recintos adecuados para asearse, agravado por la corriente inmigratoria.
Casas particulares. Conventillos. Baños a domicilio.
Antes de que se volviera normal dedicar una parte de la vivienda exclusivamente a esas necesidades, el bañarse era un acto público y social. Y lo que se conocía como “el noble arte del aseo y de la higiene personal” tenía tres modalidades: baño frío, tibio y caliente (o de vapor). La forma de bañarse dependía del sector social. Mientras que los sectores populares solo podían bañarse en el río (menos cuando hacía frío), los ricos podían elegir hacerlo en un lugar determinado de su propia casa, donde contaban con un mueble que contenía el famoso bacín, la jofaina (palangana) y el barreño o el aguamanil. Y si no había un recinto destinado a estos menesteres, los utensilios eran usados indistintamente en cualquier lugar de la vivienda. Esta barrera social generaba el estigma de “ricos limpios, pobres sucios”.
Después de la batalla de Caseros (1852) y con la salida de Rosas, se inició un proceso de modernización en cuanto a la higiene. De todos modos, por varios años más, siguieron las letrinas en el fondo de algunas viviendas; en muchos casos un simple agujero en el suelo.
Aproximadamente en 1870, el baño empieza a ocupar un espacio exclusivo en las casas y a los utensilios nombrados se agrega una tina o bañera. En estos espacios reservados ya podían bañarse con poca ropa o sin ella. El agua se extraía de un pozo o de una alberca que se llenaba con la que traían los aguateros, la sucia desaguaba por un albañal y todo iba a parar al río.
Entre 1890 y 1900, el cuarto de baño doméstico de los sectores acomodados estaba dividido en dos partes: en una habitación, la bañadera y la piletita para las manos y, en otra, el inodoro y el bidet. Estas nuevas costumbres, más saludables, se originan en los conceptos higienistas de la modernización. Por otro lado, comenzaban a industrializarse los utensilios sanitarios, los cuales se importaban mayormente de Inglaterra. Las familias más pobres seguían usando las letrinas y el lavamanos y, en algunos casos, la bañadera.
Casas particulares y conventillos
La vivienda de Lucio V. Mansilla, una de las familias acomodadas de aquella época (1847), estaba situada en Alsina 907, frente al convento de Clarisa y la iglesia San Juan, en el barrio de Monserrat. La casa no tenía aljibe y contaban con un servicio privado de aguatero.
Tenían una alberca, especie de estanque para almacenar agua, que era llenada por el aguatero. Todos los días podía oírse el silbato característico, avisando que venía cargado del río.
También usaban “canecas”, unas vasijas de metal, madera o barro (similares a las antiguas botellas de ginebra) y otros recipientes, para llenar las tinas.
En las clases altas usaban también tinas de mármol, pero los Mansilla no tenían. Las esclavas calentaban en los fogones el agua para llenar las bañaderas en los días fríos.
El agua era un elemento precioso y escaso, tanto que con el agua de una tina se bañaban por turno todos los miembros de la familia.
A partir de 1910, con el uso de un mismo ambiente de la casa para las distintas funciones (como en la actualidad), se generalizaron expresiones como “darse un baño” y el eufemismo “ir al baño”.
La contraparte de los baños de familias, eran los conventillos. Una sola tina para todos los inquilinos.
Baños a domicilio
Alrededor de 1850, una costumbre bastante desconocida e inimaginable en la actualidad, eran los baños “a domicilio”. Un carro tirado por dos caballos transportaba un baño portátil, con una bañadera y un receptáculo para las deposiciones (prohibido usarlos al mismo tiempo). Este moderno “delivery” funcionaba las 24hs. Una publicidad de la época decía: “A cualquier hora del día o de la noche, con baños que serán servidos con puntualidad y aseo y con bañadera competente”.
Bañarse en el Río de la Plata. Balnearios.
Desde la época del virreinato se consideraba saludable bañarse en el río y hasta formaba parte de la rutina de enseñanza escolar llevar allí a los alumnos. Irónicamente, la misma sociedad que les inculcaba esa afición le dio la espalda al río.
Las reglas de la moral y las buenas costumbres hicieron que, en 1809, se prohibiera bañarse en sitios a la vista, como por ejemplo al costado del Paseo del Bajo (hoy Paseo Colón y Leandro N. Alem). Solo se podía de noche, recatadamente y con decencia.
Los baños nocturnos, a pesar de todo, seguían siendo un éxito. En 1820 había una consigna que afirmaba que bañarse en el Río de la Plata tenía tres características: higiene, sociabilización y voyerismo. En esa época, el río casi no distinguía entre clases sociales ni géneros; se bañaban en él tanto los hombres y las señoras ricas (por lo general de noche) como los niños y hasta el personal de servicio. Los baños -en el democrático río- empezaban en diciembre y seguían hasta marzo. Familias enteras se metían en el agua dejando a sus esclavos al cuidado de la ropa y, después, hacían un picnic.
Las mujeres devotas se bañaban el 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, cuando los frailes Dominicos bendecían las aguas. Los Franciscanos lo hacían el 4 de octubre y los Recoletos el 12 de octubre, día de Nuestra Señora del Pilar. Con tantas bendiciones, nadie quería dejar de bañarse, por temor a ir al infierno.
Pero los celosos de la moral y las “buenas costumbres” estaban preocupados y en 1864 se emitió una ordenanza policial para los bañistas, publicada en los diarios: 1) Se prohibían los baños mixtos. 2) Los trajes de baño debían cubrir el cuerpo desde la cintura hacia abajo. 3) Quienes no cumplieran con estos requisitos, pagarían una multa o se los arrestaría por 48hs.
Más tarde, los moralistas, afilaron el lápiz y establecieron que debía haber una distancia mínima de 30m entre una mujer y un hombre (en 1774, Carlos III había prohibido bañarse en el río a los clérigos y frailes y dispuesto que las mujeres debían hacerlo separadas de los hombres).
El balneario se extendía hasta la Boca del Riachuelo, donde el agua no tenía la contaminación actual. Su pureza era promocionada en inglés por el diario British Packet (1830-1840) y dirigido a lectores de la clase alta.
Pero el desarrollo de la sociedad continuó sin tener tanto cuidado por el bienestar general como por los intereses económicos de los más poderosos y el Río de la Plata (que Solís llamara Mar Dulce) se volvió contaminado y sucio. En 1975 se prohibieron los baños en él; la modernización no siempre sigue el mejor camino.
Baños Públicos
Las ideas del Dr. Guillermo Rawson sobre la Salud Pública (que leímos en su discurso de 1880) empiezan a plasmarse en nuevos servicios para la sociedad. Muchos médicos prescriben los baños como indispensables para la salud y los dueños de las Casas de Baños (que veremos más adelante) les solicitaban estas recetas.
El Estado pone en funcionamiento los Baños Públicos, procurando que el servicio de aseo se haga en un ámbito agradable y de buen gusto, aunque no sea lujoso. En 1888, el funcionario Antonio Amorena es el encargado de instalar ocho de estos Baños Públicos, dos de ellos en San Telmo y el resto en el centro. Algunos tenían un gimnasio y uno de ellos, que funcionaba en la avenida Santa Lucía del barrio de Barracas, tenía ocho empleados. Llegaron a atender hasta 350 vecinos, en un día.
Como siempre, cuando hay un servicio público hay también intereses económicos detrás. En este caso, hubo un intento de crear una Sociedad Privada de Baños Públicos, que finalmente fracasó. Era un proyecto ambicioso impulsado por el Cnel. (R) Carlos M. Gaudencio y otros personajes de la política, que formaron un directorio y empezaron adquiriendo la empresa francesa “Portalis Freres, Carbonnier y Cía.”. Junto con esa operación compraron siete manzanas, con una inversión de 75 millones de pesos. Las obras se harían en la zona del Malecón y Puerto Norte, hasta el arroyo Maldonado.
Consiguió la autorización del presidente Miguel Juárez Celman y el proyecto tenía el pomposo título de “Gran establecimiento de Baños Públicos, Medicinales con Agua de Mar y Dulce”. Era una idea casi faraónica; incluía gimnasios, muelles portuarios, casas de alquiler y hasta salas de conciertos.
El contrato con el gobierno fue muy generoso, le ceden los terrenos en el Paseo de Julio, entre Callao, Ayacucho y Junín, con un fondo que daba a la ribera; en total, 51.000 m2. La concesión duraba 80 años, sin pagar impuestos. Por el interior debían circular tranvías. También se proyectaba la construcción de casas de familia para 4/8 personas, hasta de 4 pisos; agua corriente, electricidad, servicio de limpieza, 2 balnearios, un mercado, calles empedradas (modernidad para la época) y un Consejo Médico.
Como concesión para la sociedad, exigía el compromiso de permitir baños gratuitos para la clase obrera, dos días a la semana y el acceso a algunos hospitales.
Como era de esperarse, empezaron los problemas. El más lógico, la imposibilidad de proveer agua salada. A finales de 1889, ya con algunos avances, el proyecto se paraliza. Esta ambiciosa obra llega a su fin junto con el crack de la Bolsa.
Años más tarde, en 1905, un tal Borsch establece la instalación de Baños Públicos municipales gratuitos, con agua caliente y provisión de jabones y toallas.
En 1923, durante la intendencia de Carlos M. Noel (1922-1925), la Municipalidad instala Baños Públicos (en realidad eran mingitorios) en casi todas las plazas, de los cuales todavía quedan vestigios.
Casas de Baños
Llama mucho la atención que en San Telmo y en el resto de la ciudad de Buenos Aires existieran en aquella época estas instituciones exclusivas. Se puede decir que había una grieta insalvable entre las lujosas (y caras) Casas de Baños y los conventillos. El contraste era muy evidente. Podemos ver en el diario “Gran Almanaque de la Tribuna” (1868) una publicidad de la Casa de Baños “La Porteña”, de Tomás Lazarte. Estaba en Plaza Monserrat, Belgrano 264.
Ofrecían, llamativamente, baños rusos (un tipo de baño de vapor) “para curar el reumatismo”, en tinas especiales. Estos servicios se brindaban a una clientela sin problemas económicos. Uno de sus dueños era el famoso Christiano Junior (seudónimo del portugués José Christiano de Freitas Henriques -1832/1902-), uno de los primeros y mejores fotógrafos de la época. La Casa de Baños funcionaba en el mismo lugar donde tenía su estudio. Dos años más tarde, abre dos sucursales más, en Belgrano 362 y Piedad 45.
Se pagaban diferentes impuestos según la calidad de esos baños, ya fuera con iluminación o sin ella, con agua de pozo o de río, en tinas de bronce o de madera. Las tarifas eran de acuerdo al nivel económico de los clientes. A diferencia de otros propietarios de Casas de Baño, Christiano tenía en cuenta estas diferencias de poder adquisitivo.
En 1886 A. Galarce -un estudioso del tema- decía: “La casa de baños es y ha sido siempre una necesidad indispensable para Buenos Aires, no solo por el calor sofocante de nuestro clima en verano, sino porque innumerable cantidad de personas se bañan durante todo el año, tanto para conservar la limpieza del cuerpo como por la indiscutible influencia benéfica que se siente en la salud moral y material del individuo”.
Otros
José Ballester, un valenciano que vino a nuestro país en 1816, fue el propietario de la primera Casa de Baños en Buenos Aires, en 1833. Estaba en la calle 25 de Mayo N°32, la propiedad fue comprada al francés Bernardo Cadillo, quien había tenido una casa de baños en Montevideo. Contaba con “una bomba completa, una caldera, cuatro cajones de conductos con 36 llaves, 18 tinas de cobre, cepillos, espejos, peines”. Se podían bañar 18 personas a la vez.
Situada en una zona comercial y cercana al muelle, la ubicación la favorecía ya que desde allí venía la mayor cantidad de clientes porque en las inmediaciones se concentraban las pulperías, los cafés, las fondas (como la famosa Fonda de los Tres Reyes).
Al morir en 1840, José Ballester lega a su hijo adúltero la gran casa de baños de la calle 25 de Mayo que contaba con 7 salones -uno de ellos con 8 tinas-; todas las canillas tenían graciosos diseños de cuello de cisne y eran para agua fría y caliente. Un lujo total.
También había otra sala más modesta, destinada a los clientes menos pudientes, con canillas comunes. En total, la casa tenía 16 tinas. Había una caldera y 2 bombas de agua para el llenado de las tinas. A diferencia de las casas similares de Madrid el agua no era de pozo, sino que la traían del río los aguateros y las tinas se llenaban con baldes. Se pagaba $ 640 por tina. Había 60 peinadores, paños de secar, espejos en cada habitación y algo típico de antaño: una docena de escupideras (tal vez el auge de las escupideras surgió luego de la peste, ya que había carteles que decían “prohibido salivar en el suelo”).
Las paredes estaban recubiertas con madera decoradas con cuadros “inspiradores” que delataban las actividades prohibidas para menores, que podemos adivinar en ellos. Como en algunos modernos SPA, ofrecían baños turcos, rusos, escoceses, saunas y salas de masajes de distinto tipo y color.
Por alguna razón estas casas estaban exentas de impuestos.
En ese momento, Buenos Aires tenía una población de 65.000 almas y, a juzgar por las publicidades de la época, era una ciudad orgullosa de tener “un establecimiento público de utilidad para el país y por ser único en su clase”.
En 1845 se instala otra Casa de Baños y es anunciada en inglés en el diario “The British Packet, and Argentine News” (fundado en 1826, permaneció durante 33 años).
Un viajero inglés cuenta, en ese diario, que los baños de vapor de esta casa tenían propiedades curativas diferentes, únicas y que tanto la atención como los servicios distinguen a Buenos Aires como una ciudad tan moderna como las europeas. La sala de mujeres estaba separada de la de hombres, aunque atendida por mujeres. Funcionaba hasta las once de la noche y se podía solicitar un ticket para 12 baños con descuento.
Había otra Casa llamada “La Argentina” cuyos usuarios habituales eran exclusivamente argentinos. Era promocionada en el diario “Gaceta Mercantil” y tenía 6 sucursales: Salta 44, Representante (hoy Perú) 150, Defensa 190, Artes (hoy Carlos Pellegrini) 121, Federación (hoy Rivadavia) 225, Plaza del Temple (hoy Paseo La Plaza). Los precios eran más económicos y funcionaban todos los días.
Juan Wym, un inglés que se había quedado en Buenos Aires luego de haber participado en las invasiones inglesas alquilaba una casa de dos pisos (un lujo para la época) en Leandro N. Alem y Bartolomé Mitre. Allí tenía tinas en una sala desde donde se podía ver el río y un restaurante para completar la sensual experiencia con una opípara comida.
Luego, en Sarmiento 839, se estableció Colmegna, un nombre muy famoso para un establecimiento frecuentado por los ejecutivos en el siglo XX y que aún perdura.
En 1905, una Guía Nacional registra 10 casas de baños particulares, que, como su nombre lo indica, no eran un servicio público y gratuito. Como decía el Dr. G. Rawson, las Casas de Baños no son para el pueblo, son para quienes pueden pagar.
Consideraciones Finales:
Vimos cómo había distintas formas de bañarse según el sector social y eso, en muchísimos casos, no ha cambiado a pesar de los esfuerzos de algunos gobernantes, como la inauguración en 1918 del balneario de la Costanera Sur durante el gobierno del primer presidente electo argentino, Hipólito Irigoyen, así como las colonias de verano para niños que nunca habían visto el mar, en la época de Juan Domingo Perón.
Ing. Vial Mario Briski
Este texto forma parte del libro: “Historia de la Calle Defensa”