Historias de vida, historia del barrio

Mi padre nació en San Telmo en 1903 y formaba parte de una numerosa familia. Desde muy niño y por necesidades económicas comenzó a trabajar en el mercado, lo cual hizo que cuando nos mudamos a Flores, teniendo yo 6 años y mi hermano 5, le costó a él más que a nosotros irse de su barrio, de sus amigos, de su gente. Quizás por eso, hasta nuestra adolescencia nos llevaba seguido a dar una vuelta por esos lugares, mientras él charlaba con los puesteros que lo conocían desde chico.

La persona que más recuerdo era un comerciante de una de las pescaderías: Vicente, el «pescador». Hace unos meses me paré a charlar con un carnicero bastante mayor (aunque no tanto como yo) y me dijo que aún quedan «sucesores» de Vicente, pero me pareció que me lo dijo por decirme cualquier cosa. Es que cuando una persona de 83 años (yo) anda sola por los lugares de sus raíces e intenta indagar sobre temas que le recuerdan sus tiempos más felices y las personas más queridas y que ya no están, la gente cree que chochea o necesariamente tiene Alzheimer y, en realidad, a nadie le importa un pito perder el tiempo con ella. No me quejo, quizás de joven yo era igual…

Mi madre era española, llegó a Buenos Aires en 1928 y, obviamente…, fue a vivir a San Telmo donde ya estaba su padre, mi abuelo -que trabajaba en el diario La Prensa- y un tío. Cuando ellos dos llegaron, alquilaron una casa (o habitaciones, como se estilaba en esa época) en la calle Chacabuco que se convirtió, en buena medida, en el apeadero que utilizaba cuanto inmigrante llegaba y, hasta que se ubicara definitivamente en Argentina.

Luego conoció a mi padre y se instalaron en Bolívar 1108, justo en la ochava con Humberto Primo. Esa casa está abandonada desde hace años. Sobre Humberto Primo hay balcones y mi mayor recuerdo, imborrable, nítido y permanente, es cuando mi madre se sentaba entre mi hermano y yo y con una sopera y una cuchara nos daba todos los días la sopa en el balcón, entre cuento y cuento, hasta que la tomábamos toda. Cuando se casó, no sabía hacer ni un huevo duro, porque en España dirigía el taller de costura que tenía mi abuela (mientras mi abuelo le enviaba dinero desde acá) y se convirtió en una excelente modista; tanto, que trabajó para Harrods, Gath y Chaves y Ciudad de México desde que llegó hasta que nos fuimos de San Telmo.

El otro recuerdo tan claro como el anterior, es cuando -a veces- íbamos a la tarde hasta el mercado donde estaba trabajando mi padre y merendábamos con él y otros puesteros en esas cafeterías que todavía están sobre la calle Bolívar y en el mismo predio del mercado. Para mi hermano y para mí eso era una ¡»Fiesta»!  Mi padre trabajó allí desde los 9 años, ayudando a bajar la carne que venía del matadero y llevándola al puesto en una especie de carretilla que llamaban «parihuela». Al hacerse mayor se hizo carnicero y de los buenos, aunque nunca fue dueño de ningún puesto, siempre fue ayudante de varios carniceros. Mis abuelos, mis tíos (ocho en total) todos eran de San Telmo.

¡Ah! Me olvidaba de otros recuerdos: Los bizcochos que Canale vendía a menor precio cuando no salían enteros y que mi padre siempre compraba; el tranvía 22 con el clásico ruido en su andar que nos entretenía a mi hermano y a mí que lo mirábamos desde el balcón; el parque Lezama donde jugábamos cuando mi madre nos llevaba y los paseos a la costanera Sur desde donde a veces tomábamos unos vehículos a los que se llamaba «bañaderas», que nos llevaban hasta Olivos y nos volvían hasta la calle Brasil desde donde caminábamos a casa.

María E. Vazquez

 

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