Homeless de ojos celestes
-Llámeme Jürgen
Levanté la cabeza y le calculé un metro noventa y cinco. Lo miré a los ojos y desvié de inmediato la mirada, no porque reconociera en ellos algún signo de agresividad sino por pudor. Los ojos celestes eran traslúcidos y sentí que me dejaban penetrar hasta la intimidad más secreta del alma del hombre.
Calculé cuarenta y cinco. El pelo rubio pegoteado, los surcos de hollín en la piel blanca irritada por la intemperie: tal vez tenía menos.
Nos comunicamos por intermedio de mi alemán trabajoso y su elemental castellano alunfardado. Vivía bajo la autopista.
-¿Desde cuándo?
-Dos meses – Señaló el colchón cubierto con una funda manchada de amarillo de la que emergían trozos de espuma roída y una frazada agujereada que alguna vez había sido verde. Buscó mi aprobación: “Trescientos pesos. ¡Todo!” subrayó triunfante y apoyó la cifra con tres dedos extendidos de la mano.
Me costó trabajo disimular el tono inquisitivo de la pregunta:
-¿Qué hace acá?
-Busco trabajo… ¡Vivir!
-Pero… usted es alemán – Lo dije dubitativamente, porque no conseguía entender.
-¡Claro! -afirmó con énfasis- Y llevo dos años viviendo en la calle – Antes en Mallorca, y ahora acá. Acá hay trabajo, mucha gente trabaja, pero algunos -e hizo un giro con el brazo señalando a los hombres y mujeres que dormían tapados por mantas y plásticos o se afanaban ante el Primus donde borboteaba el contenido de una ollita- como estos compañeros y yo, no conseguimos.
“Me gusta Buenos Aires, ciudad muy elegante, un poquito desordenada, pero en mi tierra ¡tanto orden! -sacudió la mano- rompe un poco las pelotas”.
-¿Por qué se fue de Alemania? – Seguía sin comprender. Podía imaginar alguna crisis personal.
-Soy ingeniero de diseño. Trabajaba para la Volkswagen. “Reestructuraron” la plantilla, la deslocalización, fuera de Alemania se paga menos. Era gerente, ganaba treinta mil euros al mes.
-Tiene experiencia, es joven. ¿No consiguió otra cosa?
Logró enfocar en mí sus ojos celestes que vagaban imprecisamente: “Minijobs. Horario a discreción, cuatrocientos euros mensuales”.
Este encuentro ocurrió hace varios meses. Días pasados me topé con el artículo “También hay pobres en Mallorca” de Osvaldo Bayer (Página12, 18/08/2015) que trata de los alemanes desempleados que emigraron a la isla de Mallorca, destino preferido de los europeos ricos, particularmente los alemanes, al punto que puede decirse que el alemán comparte el singular trilingüismo de la isla con la variante balear del catalán y el castellano. Los nuevos alemanes, no ya turistas sino emigrantes económicos, viajan a la isla con la esperanza de mejorar su suerte de desempleados o, en el mejor de los casos, de “beneficiarios” de los Minijobs. Durante el Foro Económico Mundial de Davos del año 2005, el canciller socialdemócrata alemán Gerhard Schröder se ufanaba de haber construido en su país uno de los nichos de salarios más bajos de toda Europa. Se trataba de recuperar, sin invertir -las ganancias iban a los bonos griegos- la competitividad que Alemania estaba perdiendo ante países como China con costos laborales muy inferiores. Lo hizo con el apoyo de Los Verdes que formaban parte del gobierno, encargándose así del trabajo sucio que allanó el camino para que, ese mismo año, la democracia cristiana ganara las elecciones y Ángela Merkel fuera consagrada canciller (jefe de gobierno) por primera vez. Gobernó por medio de la “gran coalición” con la socialdemocracia, lo que se repite en su actual tercer mandato consecutivo para regir los destinos de Alemania y, a través de esta, de la Unión Europea (para consultar el tema “Minijobs” in extenso ver mi artículo “YPF: Normalidad 2012, en http://www.jorgeandrade.com.ar/NORMALIDAD%202012.pdf).
De modo que, como explica Bayer, los alemanes desempleados o los pobres con empleo emigran a Mallorca, donde alguna vez veranearon como patrones del lugar, a la búsqueda de mejorar su vida. Pero la cruda realidad de la crisis española ha llenado la isla de homeless de ojos claros, cuyo desamparo no es menos miserable que el de aquellos de ojos oscuros, españoles y de tantos otros orígenes mediterráneos y africanos. La isla de Mallorca que fue, hasta la crisis, una sociedad de dos estados -los ricos y los habitantes de las “casas de oficios” a la vera del “palacio”, o sea la clase media satisfecha de profesionales y comerciantes- se ha convertido en otra sociedad de tres estados: los ricos, cada vez más ricos, los servidores que les son imprescindibles y los excluidos.
Jürgen me dijo:
-Pero voy a seguir camino. Ya estoy en el camino. Acá tampoco tengo lo que quiero- y, con un movimiento involuntario, recorrió con la vista sus pertenencias miserables.
-¿A dónde piensa ir?
-A Chile o a Bolivia. Dicen que ahí sí se está bien, hay trabajo. Quizá les sirva un ingeniero de diseño como yo.
Empezaba a explicarle que tenía que pensar lo qué elegía, porque Chile y Bolivia no son lo mismo, pero vi que en sus ojos celestes brillaba una débil llama desasosegada que saltaba de sus compañeros sin techo al estruendo de la autopista y de allí al fondo de la calle, hacia un lugar indeterminado y distante donde se perdían.
Lo saludé con un gesto de la mano y le deseé buena suerte.
La nota de Bayer me hizo acordar de Jürgen y volví a buscarlo. No estaba. Pregunté a los que tienen instalado su hogar en ese espacio. Uno de ellos, el que preparaba el desayuno en el Primus y parecía más despierto, me miró inquiriendo con la barbilla.
-Jürgen- dije.
-Ah, el alemán- Bajó la comisura de los labios y encogió los hombros.
Jorge Andrade: Escritor y economista / Foto: Damián Sergio