Juan Carlos Pallarols y sus “Dos rosas por la paz”

“Y sigo jugando con el abuelo”

Todo lo que sabe lo aprendió de su abuelo. Nacido en Banfield, el 2 de noviembre de 1942, integra la sexta generación dedicada al arte de la platería, que le otorgó prestigio y excelencia al “sello” Pallarols.

En 1750 ya existía un taller con ese apellido en Cataluña. En junio de 1982 realizó el cáliz con el que Juan Pablo II brindó la Misa por la Paz en Buenos Aires. Puso sus conocimientos al servicio de las tradiciones criollas al tiempo que expuso en prestigiosos lugares de París, Sevilla, Nueva York y Tokio. En 1996 fue nombrado Ciudadano Ilustre por el Concejo Deliberante de la ciudad. Actualmente su taller-museo ubicado en el corazón de San Telmo -Defensa 1094-, atesora la historia familiar y es visitado por alumnos de colegios, universidades y estudiosos de todas partes del mundo con una particularidad: no es un local comercial y no se cobra entrada.

Una escalera conduce al primer piso, donde conviven el taller, su oficina, tres bibliotecas y 1.000 metros cubiertos de objetos de arte. Cuesta creer que este edificio, creado en 1890 y colmado de tanta belleza, era un conventillo solo 40 años atrás. “Todo mantenido con el trabajo de estas manitos”, dice Pallarols, con una mezcla de orgullo y dedicación. Su casa, incluso, sirvió de escenario para la obra de teatro “El vértigo” (de Armando Discépolo), una historia de amor que transcurre en la casa de un platero.

“Cuando yo tenía 2 años y medio, mi abuelo quedó viudo y así me convertí en su nieto preferido. Para entretenerme me llevaba al taller y, jugando, me enseñó los gajes del oficio. A los 8 o 9 años, ya mostraba cierta habilidad para hacer la aureola de la virgen María Auxiliadora en Córdoba bajo la guía de mi papá, que supo aprovechar mi potencial desde chico”, relata el orfebre quien agrega que de la misma manera él le enseña a su bisnieta, Rocío (de 3 años) a cincelar sin golpearse los dedos. Se entusiasma al hablar de cómo los padres deben asumir la responsabilidad de descubrir la vocación de sus hijos. “Todos tenemos dones: algunos tendrán la capacidad para ser escritores, orfebres, músicos, lo que sea”, explica. Esto no solo genera felicidad en la persona que se siente útil, sino que también contribuye a formar una sociedad mejor. “Por eso me enoja cuando se buscan soluciones desde la economía o la especulación. Un país se levanta trabajando”, asegura Pallarols.

Tal vez porque su infancia estuvo atravesada por la guerra civil española -recuerda que en el taller de su padre había un polaco, un portugués, dos japoneses; personas que escapaban de la Segunda Guerra Mundial-, es que afirma que “las víctimas son todas iguales, no importa de dónde vengan”.

En 1982, cuando realizó el primer bastón de mando del presidente Raúl Alfonsín, incluyó un pimpollo de cardo como homenaje a los caídos en la Guerra de Malvinas. “Con el tiempo me empecé a interesar por las personas que dejaron su vida en las Islas -muchos de los que sobrevivieron, luego se suicidaron- y entendí que para todos ellos el peor castigo es el olvido”, sostiene el artesano, que decidió abrir su casa para reunir a veteranos (argentinos e ingleses) y familiares para hablar sobre lo ocurrido en ese entonces. Como decía Erich Fromm, “el amor es conocimiento”, es imposible amar lo que no se conoce. Así nació el grupo “Dos rosas por la paz”, cuyo secretario Julián Bernatene, transcribe lo que cada persona cuenta en la reunión, y, como es profesor de arte, también dibuja la escena, en lugar de fotografiarla. Originalmente, el proyecto consistía en dos rosas hechas con vainas de balas y otros objetos bélicos fundidos, con la idea de que los argentinos homenajearan a los ingleses y viceversa. “La guerra no la hacen los soldados sino los gobiernos. Los únicos que se benefician con ella, son los que venden las armas”, define Pallarols.

Con el tiempo, las rosas -que no se venden, se regalan- se convirtieron en premios para gente destacada, entre ellos Roger Waters (el líder de Pink Floyd), Geoffrey Cardozo (soldado británico quien construyó el cementerio de Darwin), Julio Aro (ex combatiente y postulado como Premio Nobel de la Paz, responsable de la identificación de 93 personas) y Gabriela Cociffi (periodista argentina que también trabajó por la identificación de los caídos). “Me dolió la Guerra de Malvinas”, resume Juan Carlos, un “enamorado de su trabajo”, que lo convierte en una persona feliz y agradecida.

Me obsequia una bala, con la que hace las rosas, como símbolo de paz. Se emociona cuando me cuenta que, en el último día del conflicto bélico cayó una bomba que mató a dos suboficiales, apenas una hora antes de que finalice la guerra. “Este año voy a ir a las Islas a llevar dos rosas -una desde un barco argentino para homenajear a los ingleses y viceversa- al fondo del mar. Cada una estará unida a un lingote de plomo para que se queden en el lugar por siempre”, relata.

Detrás de su escritorio controla lo que hacen sus ayudantes, uno se acerca con una pesa de precisión y él le sugiere agregar un milímetro a una pieza. “En la Argentina no premiamos al que trabaja -sostiene-. La prensa destaca los crímenes, las violaciones y no al que hace algo bueno. Las buenas ideas no venden”. Para contrarrestar esta tendencia, Pallarols va a donar 24 rosas, una para cada provincia, para premiar a la mejor persona (sin importar si se trata de profesionales o analfabetos), solo teniendo en cuenta la solidaridad. “Estuve hablando con un empresario, para que, además de la rosa, se haga una donación anónima de dinero para esa persona en cada provincia, sin hacer ninguna publicidad”, adelanta.

El taller de Juan Carlos tiene una particularidad: él invita a sus clientes a trabajar en la creación de las obras que le encargan para hacerlos partícipes de la realización de sus deseos. “Todas mis obras importantes han sido colectivas. Esto implica dejar de lado el amor propio y hacer que la gente participe golpeando el cincel. Lo vengo haciendo desde 1982 hasta ahora: lo hice desde los cálices para los Papas hasta para la Máscara de Eva Perón”, cuenta Pallarols, quien tiene bustos y cuadros de la Abanderada de los Humildes. Aunque no es peronista, siente admiración por esa mujer que “no regalaba dinero ni planes, sino elementos para trabajar”. Entonces recuerda una anécdota que le contó el doctor Jorge Taiana, quien fuera médico personal de Evita: En una oportunidad fue a verla cuando ya estaba enferma y descubrió algunas manchas de sangre en su almohada. El profesional le dijo que tendría que contarle eso al General. Ella se negó. Ante su insistencia de transmitirle la noticia a Perón, ella lo trató de ‘viejo alcahuete’ y le dio un cachetazo. Así de brava era.

Pallarols ama la vida, con sus momentos dulces y los dolorosos, por eso sus rosas también tienen espinas. “La verdadera dimensión de las cosas está definida por el amor que se le pone. Dios es amor y la vida es un don maravilloso. Cuando me levanto todos los días, me afeito mirándome al espejo. Uno puede mentirle a otra persona, pero no puede mentirle a su propia imagen en el espejo. En ese momento decido qué voy a hacer en esa jornada, salgo al balcón a ver cómo está el día, el universo es una maravilla y me río como si estuviera loco”, afirma el artista, aunque reniega de esa palabra. “La palabra artista está mal empleada. Soy platero, dibujante, pintor. La historia me va a juzgar. No soy artista, soy artesano. No se qué es ser ‘una estrella de cine´, sé de actores y actrices. Me dedico a hacer un mate, un bastón, una rosa, un objeto de arte. Es lo que soy. Me han premiado en Washington como “Mejor artesano individual”, entre 1.200 participantes. Sin embargo, para mí el premio mayor es que no me cobren un taxi cuando me reconocen o que me digan “esto se lo regalo yo”, al recibir el reconocimiento de mis pares y sentir que me quieren en el barrio”. Hay una frase que tallé en un “front desk” y que me define: “Y sigo jugando con el abuelo”.

Texto y fotos: Diana Rodríguez

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