JUEGOS QUE LOS CHICOS YA NO JUEGAN
Ya sé, tienen razón… me invade la nostalgia.
El tiempo de la niñez, marca singularmente la vida de las personas. No digo que vayan a ser más buenas, más decentes, más inteligentes, más sociables, más felices… simplemente digo que las vivencias que se experimentan en esa etapa seguramente harán que esa personita tenga recuerdos -gratos o ingratos- de una época vivida como protagonista y no como espectador.
Los juegos infantiles -cuando la vida tenía otro ritmo porque había menos automóviles y menos televisores- hacía que todo se desarrollara en las veredas o en la placita del barrio. Al “salir al mundo” dejábamos el individualismo de lado y compartíamos la pelota, el barrilete, las bolitas, la bicicleta o el trompo y “gastábamos” la soga de tanto saltarla, mientras que las baldosas quedaban todas marcadas con la tiza que usábamos para armar la rayuela.
Nunca sabremos si éramos más felices que los pibes de ahora, pero viéndolos “encerrados” hoy en sus casas o pendientes de la pantallita que todo lo puede y todo lo sabe, tengo la certeza que no nos “inundaba” el aburrimiento ni sentíamos que el mundo se nos acababa cuando se llevaban la pelota -como les pasa a ellos si no tienen el celular en la mano- porque, inmediatamente, sugeríamos una “mancha venenosa, sin bajar a la calle” o una “escondida siempre dentro de la cuadra”.
Las bolitas -ahora “canicas”- eran de diferentes colores y tamaños fabricadas en sus comienzos en marfil y luego en vidrio. Infaltables eran los llamados “bolones”, tremendas bolitas que arrasaban todo a su paso y, por supuesto, utilizados en el último tiro. La cancha tenía entre dos y tres metros de largo, coronada con su correspondiente “hoyo”. Habitualmente, solía jugárselo luego de la salida del colegio y, en especial, los fines de semana. Los recuerdos nos llevan a la bolita “cachuza” con la que más se jugaba y estaba siempre muy “castigada”. El “ojito” reluciente y la llamada “lechera” de color blanco.
Para el trompo se necesitaba destreza como principal aliado para manejarlo. Estaba realizado en madera blanca y en su punta se adosaba el eje, sobre el cual debía girar. Su cuerpo se trabajaba, a veces con ranuras para enroscar el hilo o cuerda; a mayor cantidad de vueltas se lograba mayor velocidad. Era tal la profesionalidad que los chicos adquirían en su manejo, que era común ver sensacionales campeonatos de malabarismo con los trompos, haciéndolos girar sobre brazos, cabezas y manos.
En general las nenas se juntaban con las amiguitas del barrio para jugar a la rayuela, que era un tablero dibujado con tiza. Medía cinco metros de largo aproximadamente y tenía nueve casilleros y un semicírculo superior, el “cielo”, donde se llegaba después de superar todos los demás. Las jugadoras arrojaban un trozo de baldosa -como un “tejo”- al primer casillero y con un solo pie debían saltar todo el resto y volver hasta la línea de salida. Luego se pasaba al segundo y así sucesivamente. El tejo iba marcando el casillero que debía saltarse.
Otro juego era saltar la soga, tanto en forma individual como en grupos, entrando y saliendo de ella a medida que los participantes perdían si la soga se les enganchaba en el cuerpo.
Si había mucho viento, sacábamos a relucir el barrilete que nos fabricaba algún pariente más o menos hábil para construirlo con papel pegado con engrudo (harina y agua) a “medias cañas” y asegurado con hilos de algodón o el conocido hilo “chanchero”. Los colores elegidos eran casi siempre los del club de fútbol favorito y los flecos podían ser simples o los “zumbadores”, de borde redondeado, porque el viento los hacía sonar. Muy importante para que tuviera estabilidad era la “cola”, armada con retazos de tela que nuestra madre y/o abuela nos daba, como aporte, para vernos felices. Había barriletes de diferentes formas y tamaños: la “cometa”, el “cajón”, la “estrella”, el “cuadrado”.
Ahora bien, cuando los días eran muy fríos o lluviosos y como generalmente las habitaciones eran compartidas con el resto de la familia, estirábamos los brazos y nuestra mano sujetaba ese libro que estábamos leyendo o aquella revista de historietas que releíamos una y mil veces, pero a la que siempre recurríamos en esos momentos porque no había monedas para comprar la edición nueva.
Recuerdos de juegos que nos mantenían activos, ingeniosos ante el posible aburrimiento y solidarios con los que solo podían aportar su presencia y compañía.
Isabel Bláser
Agradecemos al Cont. Martín Sandoval por el librito “Filatelia Argentina 1982 – Juegos Infantiles (18.6.1983)”.