La Puerto Rico se fue al exilio

Hace muy poco La Puerto Rico se fue al exilio de la memoria de todos los que durante años pasamos muchas horas de nuestra vida en su salón de la calle Alsina 416, CABA.

“La boiserie de roble duplicaba nuestra imagen en la ilusoria realidad de sus espejos mientras, desde el techo, se insinuaba el día a través de los vidrios esmerilados de una claraboya”. Hace tiempo escribí esta frase en otro artículo y ahora, al citarla, no puedo dejar de evocar aquellas reuniones durante el descanso del mediodía. Comentar la actualidad, no siempre grata, hablar de nuestras cosas, del trabajo al que en poco rato debíamos volver o encontrarse con los amigos de las mesas vecinas, fue una agradable costumbre cotidiana.

Pero lo inesperado vino sin aviso y, después de tantos años, La Puerto Rico cerró.                                                                                                                                 

Estaba allí desde el año 1925, lugar al que se trasladó desde su antiguo local fundado por un tal Gumersindo Cabedo en 1887. Por cierto, desde un lugar muy cercano ya que se hallaba en la calle Perú entre Alsina y Moreno. No pudo haberse encontrado un mejor sitio para esa nueva etapa, si consideramos la importancia que -para el patrimonio- tienen los lugares y los espacios de interés de una comunidad.                                                                                

A su izquierda está el edificio levantado a fines del siglo XIX para instalar la Farmacia de la Estrella y luego el Museo de la Ciudad, exactamente en frente se encuentra la casa que hizo construir Juan Bautista Elorriaga hacia 1808 y sobre la misma mano de Alsina podemos ver la casa en que vivió María Josefa Ezcurra.

Los bares son, para muchos de nosotros, un lugar en la ciudad donde encontrarse, descansar un rato, estar con los amigos o sentare a ver pasar la vida ante un pocillo de café. Eso fue La Puerto Rico, con su clima de los años treinta que algunas reformas de los últimos tiempos le hicieron perder en parte, sus características mesas en cuya superficie se podía ver incrustado el nombre del café en letras de metal y la figura del negrito que decoraba las baldosas dándonos la bienvenida.                 

En el salón, como ocurre en casi todos los bares porteños, los concurrentes habituales teníamos nuestra mesa preferida y Andrés, el mozo que la atendía, era un fiel y cordial amigo. Como él conocía nuestras preferencias no hacía falta hacerle ningún pedido, si aparecíamos por la mañana el café con leche y las medialunas venían acompañadas con el diario, que los mozos compraban con su dinero y lo ofrecían como una recompensa a nuestra fidelidad, para luego seguir circulando por otras mesas en aquellas épocas donde no existía el celular y el matutino era casi imprescindible.                                                    

Si no recuerdo mal conocí tres propietarios del local, todos españoles. Cada uno de ellos impuso ciertas modificaciones, cambio de la ubicación de la barra o del sector de venta de café, pero el clima de La Puerto Rico se mantuvo.                                                                                                                           

Los últimos propietarios, el matrimonio conformado por Manuel y Esther, exigidos por la demanda, implementaron el servicio de comidas, espectáculos musicales, cenas nocturnas y reformas en el local. Además, ampliaron la oferta de productos de panadería y repostería, las medialunas y cremonas eran -sin duda- excelentes.

Ya no paso por esa esquina de las calles Alsina y Defensa, prefiero tenerla en el recuerdo.  

Ahora otra pérdida se agrega a la lista; La Puerto Rico ya no está, pero esperamos que vuelva.

                                                                              Eduardo Vázquez

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