La señora de la foto

Sentí mientras los miraba que ellos también estaban contemplándome desde ese espacio inquietante, color sepia, que no era otra cosa que el tiempo, un tiempo que transcurre pero puede detenerse cuando la eternidad irrumpe en el instante.  Antonio Requeni.

Sofía se colocó el sombrero, jamás saldría sin él y la imagen que le devolvía el espejo le agradó. La primavera, recién estrenada, invitaba a salir y esa tarde soleada no podía desperdiciarse, Buenos Aires estaba cambiando y caminar por las calles ya no era la tortura de su niñez cuando los charcos y las veredas en mal estado entorpecían sus paseos.

En la sala la esperaba su marido con la cámara fotográfica lista para la ocasión, frecuente por cierto, desde que el señor Domínguez descubrió la fotografía.

Cuando miraba fotos en las revistas o en su propia casa pensaba en lo triste que fue para la gente común de los siglos anteriores no saber cómo fueron sus seres queridos, incluso él mismo siempre debió imaginar la fisonomía de sus antepasados que no tuvieron la posibilidad de ser inmortalizados por pintores o dibujantes cuyos retratos aún se encuentran en las casas importantes o en los museos.

Desde hacía bastante tiempo la fotografía había llegado a la ciudad y hábiles profesionales lograban, con pericia, que una placa de vidrio cubierta por una emulsión de sales de plata se transformara en un negativo que, luego de laboriosos procesos, reflejaría la imagen captada por la cámara.

En su casa convivían viejas fotos y dos antiguos daguerrotipos de la familia de Julia que parecían mirar la vida con la eterna indiferencia de sus ojos.

Hacía ya varios años, un día en que paseaba por el barrio, el señor Domínguez había visto, no sin cierta sorpresa, que la vieja casa de los Elorriaga estaba siendo transformada.

En uno de los sectores en que había sido dividida se instaló el local de óptica de la Farmacia de la Estrella, cuya sede principal se encontraba en la esquina de Alsina y Defensa, frente a la casa modificada.

En otro sector reformado, corría el año 1911, el señor Luis Aghte abrió su local de relojería, del cual nuestro futuro fotógrafo era cliente.

Una tarde en que llevó a reparar uno de los relojes de su casa, el señor Domínguez pasó delante de la óptica y no pudo resistir la tentación, compró su primera cámara y se transformó, luego de muchos fracasos, en un avezado fotógrafo.

Sofía, fue desde el inicio, su paciente modelo y no perdía ocasión en retratarla, aquella tarde de primavera en que además estrenaba sombrero no era para despreciar. Salí al patio, le dijo a su abnegada esposa y allí mismo bajo la luminosidad del cielo porteño Julia quedó reflejada hasta hoy.

Los cambios de la ciudad lo atrajeron y no se le escapaban los edificios nuevos ni las grandes obras que la estaban transformando. Entre sus predilectas estaban la que mostraba a la Pirámide de Mayo cuando la trasladaron, en 1912, al centro de la plaza o la transformación de la fachada de la iglesia de San Francisco, según el proyecto del arquitecto Ernesto Sackmann, al que sin pelos en la lengua le dijo en una oportunidad que se estaba perdiendo la historia con tanta modernidad.

Las fotos de su familia llenaron álbumes, a lo largo de su vida las cámaras fotográficas se hicieron más prácticas más aún cuando se popularizó el rollo de película Kodak, gracias al ingenio de su inventor, George Eastman, adelantos que rápidamente adoptó.

Hoy ya no están ni Julia ni el señor Domínguez, gracias a su empeño quedan las fotografías.

 

Eduardo Vázquez

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