Llueven piedras
“Los hombres construimos demasiados muros y no suficientes puentes”. Isaac Newton
Antiguos y míticos muros y murallas de épocas remotas. Testigos de esclavitud, conspiraciones, sangre y dolor. Viejas paredes y paredones, trabajo de constructores para dar refugio a los hombres en un sitio donde protegerse de la intemperie y vivir dignamente, “entre cuatro paredes”.
Muros tristemente famosos, levantados en tiempos de división, símbolos de la mayor masacre cometida por la humanidad. Luego derribados, humillados, convertidos en ruinas. Ruinas que son hoy monumento a la memoria, la libertad y la paz.
Y tantas otras ruinas, largamente buscadas, descubiertas, estudiadas, que guardan misteriosas leyendas codificadas, historias fantásticas que le dan significado y crean sobre ellas una nostálgica fascinación, que no solo son un mero recurso para la industria del turismo.
Cabe aclarar aquí el término ruina, como sinónimo de resto de una arquitectura humana, de viejos castillos y estructuras significativas de desaparecidas civilizaciones que se han derruido parcial o completamente, debido a la carencia de mantenimiento o a los actos deliberados de destrucción, desastres naturales, guerras, despoblación, como causas más comunes que llevan a que una edificación termine en ruinas.
Y, en tren de aclaraciones, leemos en el diccionario que gravedad es “toda manifestación de la fuerza de gravitación en las proximidades de un objeto; especialmente la atracción que ejerce la Tierra sobre los cuerpos que están sobre ella o próximos a ella: la gravedad hace que las cosas tengan peso y caigan al suelo”. Y si lo que cae al suelo es un muro, este tiene el suficiente peso para producir un desastre.
En los últimos días vivimos de cerca la tragedia de Barracas, en la que diez argentinos perdieron la vida por el derrumbe de un inmenso muro. De ninguna manera estamos aquí para analizar las causas, ni las responsabilidades. Son diez argentinos. Lo decimos así, siendo lo más objetivos posible, porque va más allá de de la profesión que tuvieran, de ser o no bomberos, de ser o no rescatistas, de ser o no fuerzas de seguridad o trabajadores de la salud. Son diez seres humanos, diez familias y cientos de amigos, compañeros, vecinos, ciudadanos en general que fuimos sorprendidos por el absurdo accidente.
Una y otra vez sentimos nuestra impotencia y vulnerabilidad frente al peso de las piedras que llueven de viejos muros y nos matan, irremediablemente. Y como el reciente suceso no nos es ajeno, tendría que llevarnos a la reflexión: ¿Y por casa como andamos?
Hablábamos anteriormente sobre la afluencia del turismo, tan apreciado por ser un recurso económico valioso en barrios como el nuestro. En la admiración que sienten los visitantes cuando recorren nuestras callecitas y observan las típicas fachadas de un pintoresco barrio histórico, seguramente aparece minimizada la cuestión del posible o probable desprendimiento de escombros de esas fachadas en ruinas.
Decenas de antiguas viviendas permanecen deshabitadas o intrusadas durante décadas. Con todo lo que ello significa, para la seguridad e higiene del barrio. Incluso, los propios dueños han tapiado, con ladrillos y cemento, ventanas y puertas y derribado intencionalmente los techos, para evitar posibles usurpaciones, produciendo una evidente degradación de su inmueble. Aún así, en muchos casos y a pesar de todo, los okupas entran igual y viven allí, a veces en condiciones infrahumanas.
Día a día observamos en nuestras calles montículos de escombros, caídos al azar de los viejos balcones, en las veredas ¿Dónde están los propietarios de esos inmuebles? ¿Quién debería hacerse cargo de que esos muros no se desmoronen sobre los peatones? ¿Quién tendría que cuidarnos del peligro inminente, cuando las piedras amenazan con caer sobre nosotros?
Nada nos garantiza que, quien más, quien menos, logremos sobrevivir esquivando el peligro. Y no hay paraguas para cuando el cielo se oscurece, la garganta se hace un nudo y llueven piedras.
Maria Ángela Varela