Lo que se escribió en “Catedral al sur”: El pasado literario de San Telmo y Monserrat, más allá del Parque Lezama de Ernesto Sábato

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San Telmo tiene su lugar privilegiado en el imaginario literario argentino. Todos los lectores de novelas de este país, o casi todos, asocian al barrio con Alejandra y Martín, dos personajes de ficción que se conocen por primera vez frente de la estatua de Ceres en el Parque Lezama. Este episodio, desencadenante de la trama en la novela de Ernesto Sábato Sobre Héroes y Tumbas (1961), es uno de los más conocidos de toda la literatura argentina, tan así que parece formar parte de la realidad del parque.
Luego, en Abaddón el Exterminador (1974), Sábato se autorretrata como escritor evasivo que frecuenta bares cercanos al parque, como el Bar Británico, donde es molestado por personas que lo reconocen y quieren interpelarlo por el oscuro destino de esos mismos personajes, Martín y Alejandra.

Pero son muchos más los puntos de contacto entre la literatura argentina y la zona de San Telmo y Monserrat. Álvaro Abós destaca algunos en su “guía literaria de Buenos Aires”, Al Pie de la Letra (Mondadori 2000).

De hecho, la historia de “Catedral al sur”, el antiguo nombre genérico para toda esta zona, se confunde con las primeras obras de la literatura argentina. La novela Amalia de José Mármol, de 1851, comienza de esta manera, muy a lo Montecristo: “El 4 de mayo de 1840, a las diez y media de la noche, seis hombres atravesaban el patio de una pequeña casa de la calle Belgrano, en la ciudad de Buenos Aires …”

El episodio violento que narra este electrizante comienzo es el asesinato de unos opositores a Rosas que tratan de huir, por vía del río, a Montevideo. Esto acontece en San Telmo, según cuenta Mármol, “… la parte del Bajo que está entre la Residencia (hoy Museo Penitenciario) y la alta barranca que da a Barracas, en la calle de la Reconquista (hoy Defensa)”.

Moviéndonos rápidamente un siglo más adelante, se sabe que Juan Carlos Onetti, originalísimo cuentista y novelista uruguayo, vivió en un departamento alquilado en Independencia 858. Allí en 1948 se inspiró a escribir su novela La vida breve (1950), en la cual ideó su personaje Larsen, que luego protagonizaría sus más famosas novelas, Juntacadáveres y El astillero.

En la misma época, a pocas cuadras del paradero del uruguayo, vivía Witold Gombrowicz. El escritor polaco alquilaba una pieza en el segundo piso de Venezuela 615, con ventana a la calle. Su novela argentina sería Trans-Atlantyk, en la que retrata ácidamente a algunos literatos y burgueses argentinos de la época; tampoco se salvan los polacos emigrados que pueblan la novela.

Pero quizás las páginas más interesantes de Gombrowicz son las de sus diarios, donde escribió mucho sobre la Argentina y el amor extraño que le suscitaba este país que según él nunca entendió a fondo.

Aquí, de modo de ejemplo, unas de sus descripciones enigmáticas y casi surrealistas de la argentina: ”… ¿Triangular? También cuadrada, azul, ácida en el eje, amarga desde luego, sí, pero también inferior y un poco parecida al brillo del calzado, a un tono, a un poste o a la puerta, también del género de las tortugas … fatigada, embadurnada, hinchada como un árbol hueco o una artesa … oh, escribo lo que me sale de la pluma, porque todo, cualquier cosa que diga puede aplicarse la Argentina”.

Cuando se refería a la Argentina siempre llamaba al país, con ironía o afecto, o una mixtura eslava de las dos cosas—“La Patria”. Luego de su regreso a Europa Gombrowicz recuerda con nostalgia la esquina de las calles Venezuela y Perú, a pocos metros de su casa, como le confía en cartas a su amigo “Goma”, Juan Carlos Gómez.

Hoy se puede visitar una modesta placa en la calle Venezuela que marca la dirección del polaco, uno de los únicos autores nórdicos que supo amar a la argentina por lo que es—compleja, sutil, pudorosa—y no por lo que muchos europeos quisieran que sea y no es: exótica, colorida, exuberante.

Gombrowicz se citaba con otro escritor exiliado, el cubano Virgilio Piñera, en el Café Querandí, en Perú al 300. También en el Café Querandí, en una casa de hospedaje en el segundo piso, vivió su época porteña más decadente Rubén Darío, el gran poeta nicaragüense.

Más recientemente, Ricardo Romero, editor y autor entrerriano, publicó en una antología de cuentos un relato ambientado en San Telmo (ver nota pg. 11). En una entrevista con el blog Hablando del Asunto 2.0, Romero recordó otros novelistas que se ocuparon de San Telmo: Roger Pla, con una visión “fría y desangelada” del barrio; y Juan Sasturain, en su novela Manual de Perdedores, de los años ochenta.

Pero hemos llegado al final del recorrido, y quizá no sería justo dejarlo afuera a Jorge Luis Borges, que se cuela en cualquier análisis literario de la ciudad. Borges, en su época de bibliotecario, solía caminar desde su casa en la calle Maipú—por Florida y su continuación Perú—hasta su despacho en la Biblioteca Nacional, cuando ésta todavía tenía su sede en Monserrat, en la calle México.

En una de sus famosas conferencias del año 1977 en el Teatro Coliseo, el siempre irónico Borges mentó al barrio de San Telmo, entonces renaciente, como un “fenómeno de las relaciones públicas” contrastándolo con otros barrios del sur que él consideraba más evocativos.

Ahí Borges se equivocó. San Telmo es más que relaciones públicas, y es a lo menos tan auténticamente literario como el Palermo de “Georgie”. Y lo seguirá siendo si continúa albergando escritores y editoriales.
—Marcelo Ballvé

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