“Los pasillos del mercado estaban poblados de gente”

Fiambrería San Cayetano

Cuando entro en el Mercado de San Telmo, para orientarme busco con los ojos la carnicería de Ángel y José Luis Arribas (por la entrada del medio sobre la calle Bolívar, llegando al pasillo central a la izquierda); la pollería de los Amitrano (frente) y la fiambrería de Pedro (a la derecha) que ya no está.

El 1 de enero/2020, Pedro Rodolfo Donadío cerró definitivamente su puesto donde trabajó durante 40 años.Pero no lo hizo porque quería retirarse, sino porque las formas del lugar cambiaron en todo sentido y eso alejó a los vecinos del centro de compras más importante del barrio. Los pasillos, que durante muchos años “estaban poblados de gente” (como él describe), comenzaron a verse desiertos durante la semana, ya que los precios y la fisonomía son para turistas. Obviamente, a partir de mediados de marzo, la pandemia agudizó el problema.

Pedro atendiendo en su local.

Pedro nació en Chivilcoy, Prov. de Buenos Aires. “Mis padres eran muy luchadores, trabajaban en el campo y en 1955, después de la Revolución Libertadora, compraron una casa en el barrio de Mataderos donde pusieron una despensa. Allí nos criamos seis hermanos -cinco varones y una mujer ¡Una santa!-”, recuerda graciosamente.

Ahora vive en Parque Avellaneda con su esposa Ana María, tiene dos hijos -Andrea Susana que trabaja en la Legislatura y Gabriel Hernán, psicólogo- y una nieta de 16 años, Olivia. Cuenta que: “En Chivilcoy fui hasta tercer grado y lo hacía a caballo; después terminé los estudios en la Escuela Nro.11 Emilio Von Behring que está en la Av. Cnel. Cárdenas, entre San Pedro y Garzón. Ya más grande tenía que trabajar y, como no quería saber nada con el negocio de mis padres, lo hice como apuntador en el puerto. Pero las cosas no anduvieron bien porque no era un puesto fijo sino un trabajo eventual, entonces algunos compañeros pusieron una fiambrería en Belgrano y mi hermano más chico, que aunque seguía trabajando en el puerto, compró -en el mercado- la llave del local original que era una pescadería y estaba donde ahora es el de muñecas antiguas”.

¿Entonces fuiste a trabajar con tu hermano?

Él estaba asociado con un compañero y con el tiempo me comentó que no podía seguir con los dos trabajos -el del puerto y ese- y para el amigo, hacerlo solo era demasiado. Me propuso que le comprara su parte y acepté. Para eso vendí el Fiat 600 que tenía y comencé, eso fue el 17 de marzo de 1977. Yo primero no sabía mucho del rubro y tampoco tenía los mejores elementos para trabajar, como por ejemplo la máquina para cortar fiambre que medio lo picaba, pero los clientes me decían que no me preocupara que estaba bien igual; les estoy muy agradecido porque si no no hubiéramos podido hacer la clientela.

Tu trato ayudó a que eso pasara ¿De quién aprendiste?

De ver a mis padres cuando atendían el negocio, aunque mi papá -que era un hombre de campo- vino una sola vez al negocio porque no le gustaba la ciudad; en cambio mi mamá si lo frecuentaba. Después te vas haciendo. La confianza del cliente es muy importante, siempre cobré lo que correspondía y la mercadería era buena también. Por ejemplo, siempre vendí jamones que yo mismo deshuesaba no los que venían listos.

¿En el mercado también trabajan tus primos?

¡Claro! Ángel y José Luis, los carniceros del Puesto 54, son mis primos hermanos. Deben ser los más antiguos junto con la granja de los Amitrano y algún otro, porque muchos ya dejaron los puestos. Como la Granja Mharley, que ahora está en la calle Estados Unidos al 600 junto con los muchachos -Luis y Gastón- que estaban en la carnicería de Pascual. Sé que -por suerte- les va muy bien. En mi caso, aunque me gusta mucho trabajar, no tengo ganas de empezar de nuevo.

¿De quiénes te acordás?

Frente a mi local estaba la carnicería de Kagian -primo de Martín Karadagian- que trabajaba una carne muy especial, muy chiquita; en diagonal a la izquierda el tano Vicente, otro carnicero; la pescadería Antonnino, donde está la escalera que sale para Defensa y ahora tiene su local en Bolívar y Humberto I°, pero hace poco puso un puesto de comidas en el mercado; enfrente de ellos Cacho Torres, el achurero, que falleció y otro carnicero: Alberto; obviamente la carnicería de mis primos, que siguen y a su espalda la de Pascual que se fue hace alrededor de un año. Cuando llegué, ya estaba la granja de los Amitrano y recuerdo que entraban al mercado con los carros llenos de pollos; la tienda de Palmira y La Tecla, que se mudó a Estados Unidos al 600; en el pasillo saliendo para Estados Unidos de la mano derecha, la panadería de Angelito y su señora y el otro panadero, Manolito que se fue un tiempo antes que yo; bajando las escaleras para salir por Estados Unidos, a la izquierda, el bazar de Víctor y Jacobo y la tienda de Alina; Tita que vendía bijouterie; el turco José que tenía un cajón, donde ponía vaqueros y sacos para trabajar; el padre de Andrés que vendía plantas también en un cajón; la verdulería de Tito, en la entrada del medio de Bolívar, que se mudó a San Juan al 400 y falleció hace poco…

Había cantidad de puestos y todos tenían su clientela…

Puedo decirte que asustaba la cantidad de gente, era impresionante casi no se podía caminar. Yo iba a las 6:30 de la mañana y había gente esperándome. En los últimos años eran las 10 u 11 y no entraba nadie al mercado. Lo que pasa es que la vida cambió mucho…

¿Atendiste a personas conocidas?

Muchas: Iván Grondona; Perla Santalla; Soledad Silveyra; Hugo Arana, su señora y su suegra; el Negro Fontova -incluso me invitaba a tomar un vermouth, cuando terminaba de trabajar, en bar La Coruña. Un tipo bárbaro y su mujer en ese entonces -Claudia Fontán-, también. Alejandra da Passano; Piero, quien -últimamente- de vez en cuando aparecía.

¿Los puestos se alquilan?

Siempre se alquiló, no se podían comprar porque es privado. Se pagaba un depósito y hacían un contrato de alquiler que, originalmente, creo que era por tres años y ahora es por dos. Podías pagar por día, por semana o por mes. No hacía falta garantía, nunca nos pidieron nada. Ahora no sé cómo es.

Imagino que entre los puesteros era como una familia…

Éramos todos muy compañeros, nos ayudábamos ante cualquier problema. El mercado cerraba al mediodía y volvíamos a abrir a las 17 horas, entonces almorzábamos ahí adentro: uno hacía la comida, otro ponía la carne, otro el vino, otro el pan y los domingos no se trabajaba. Era muy distinto, ahora entre los puesteros no hay casi comunicación.

¿Cómo notaste que todo iba a cambiar?

Primero se instaló Coffee Town en el centro de los pasillos y luego se ampliaron en otro local; después abrieron la panadería francesa y allí ya se empezaron a ver cambios.

¿Los turistas prueban nuestros productos?

En realidad la forma de comer cambió, por varios motivos: cuestiones económicas y porque los extranjeros pedían lo que conocían, por ejemplo el queso de cabra o de oveja, la mozzarella, pero no se adaptaban mucho a lo nuestro, salvo excepciones.

¿Cuándo dijiste, hasta acá llego?

A la crisis económica de los últimos años se le sumó que a muchos clientes del barrio no les gustaba lo que sucedía en el mercado y empezaron a no ir más, porque la mayoría eran puestos de comida y todo extranjero. Me decían que casi no quedaban negocios donde ellos pudieran comprar.

¿Qué sentiste al irte?

Son sensaciones raras, como está todo es difícil seguir y además ya soy grande y aunque tengo voluntad y ganas de trabajar, porque me gusta atender a la gente, se complicó. Por otro lado, empezar de nuevo o encontrar un lugar que me tomen, es casi imposible por mi edad (75).

Al comienzo dijiste que de todos los hermanos eras el que no quería saber nada con el negocio de tus padres. Entonces, si pudieras retroceder en el tiempo ¿Tendrías la fiambrería?

¡Sí, sin ninguna duda! Cerré el 31 de diciembre del año pasado; trabajé hasta el último día y hablo por teléfono con algunos clientes y proveedores. Extraño, pero cuando volví a ir no me daban ganas de entrar porque se ve cómo cambió todo y da mucha tristeza.

Nosotros también lo extrañamos y ahora sabemos que el que renegaba ser fiambrero, terminó siéndolo. Parece que no se puede contra el destino.

                                                                                               Isabel Bláser

Foto antigua del puesto.
Foto actual.

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