Me duele tanta decadencia

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Lunes por la mañana y con sol. Dejo mi auto para el “service” y me cruzo al nunca tan destruido Parque Lezama, con la sugerencia de no entrar por Brasil porque es peligroso.

Aquí había césped y flores. Había escalones sanos, estatuas sin rejas y con aguas limpias.

Los trozos de la destrucción que se vuelven piedras en mi camino y las típicas suciedades de perros, me inhiben de mirar hacia el cielo. Desde las copas de los árboles me llegan sus voces que me llaman, me piden auxilio, hay un pequeño tronco hueco y talado que llora sin ser visto. De pronto tropiezo con un gran cartel amarillo. Estamos trabajando para Ud. ¿Quiénes? ¿Dónde están? ¿Qué hacen? ¿Por qué no los veo?

El parque, antigua estancia de los Lezama, que tanto disfruté en mi infancia, agoniza lentamente.

Pregunto a un vigilador privado -que dice no ser del parque- y me comenta que “parece que ahora van a enrejarlo”. Claro encerrar al parque es más fácil que cuidarlo. Siento añoranzas de una época en la que los guardianes amigos cuidaban las flores y el césped de las travesuras de los niños, más porque lo amaban que porque les pagaban.

Quiero ser libre. Adentrarme en un parque de día y de noche, sin rejas, no quiero estar presa en el que debería ser, por excelencia, el lugar de la libertad.

Vuelvo a cruzar y entro en el Bar Británico. Café con leche en una taza rota que le da un sabor diferente, casi amistoso y comienzo a escribir con los ojos llenos de lágrimas y la necesidad de comunicar mi dolor por ser testigo de tanta decadencia.

 

Stella Maris Cambre

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