Mis recuerdos de San Telmo

Yo era muy pequeña cuando vinimos a vivir a este querido barrio. Nuestra casa -como la mayoría de las de esa época- situada en Balcarce y Cochabamba, tenía en la puerta de entrada una manito de bronce: “El llamador”. No había timbres.

Luego, un largo zaguán con un gran patio central. Recuerdo que alguna vez escribí sobre ella:

Era una casa grande, muy alegre y muy vieja con pisos de baldosas rojas, un patio enorme adornado con plantas y ventanas con rejastambién había una parra, era de uvas francesas y en los atardeceres de los días en que el sol calienta a su sombra mi madre se sentaba a dormitar su siesta.

Así recuerdo a las casas de entonces en mi querido barrio de San Telmo. En mi memoria viven los carnavales. Mi padre era un hombre muy alegre y sociable, en los días previos a los festejos se reunía con los vecinos para invitarlos a jugar con agua. Comenzaban a las 15 horas y finalizaban a las 18. Yo no podía intervenir, era solo para mayores, así es que me conformaba con mirar detrás de los visillos de mi habitación. A veces me asustaba cuando alguien se resbalaba, porque estaban descalzos. Una vez vi a mi padre caer y su cabeza golpeó contra el piso. Se incorporó y siguió jugando, era una alocada diversión. Luego, cada vecino regresaba a su casa para vestirse y disfrutar del corso a la noche.

Mamá se ocupaba de nuestros disfraces. Pobrecita… ¡Si habrá cosido y pegado lentejuelas! Todo el mundo se disfrazaba. En la Avenida de Mayo tenía lugar el corso oficial. La Municipalidad colocaba palcos sobre las veredas. Papá alquilaba un coche descubierto, mi hermana y yo íbamos en la capota luciendo hermosos disfraces, mis dos hermanos mayores integraban la comparsa “La Marina”; cincuenta o sesenta adolescentes, todos vestidos de blanco, con botones dorados y sus gorras de marineros.

Se gastaba mucho en serpentinas, papel picado y pomos de agua perfumada. Las carrozas eran inconmensurablemente bellas. Todo Buenos Aires asistía a ese festejo los tres días que duraba. Algunos años más tarde el corso tuvo lugar en la Avda. Costanera desde Brasil a Viamonte, en los árboles se colocaban parlantes y se bailaba hasta la madrugada. Eran hermosos los carnavales de entonces.

Ese domingo no se escuchaba el pregón del hombre que gritaba “¡Pollos y gallinas gordas! ¡Compre señora!”. Los vendía vivos, el carro era como una gran jaula, allí iban apiñadas las pobres gallinas, gallos y pollos. Las señoras, antes de comprarlas, les tocaban el buche… a mí me daban mucha pena las pobres aves, pues el vendedor llevaba su mercancía atada por las patas, cabeza abajo. Cuando se realizaba la venta, yo me escondía detrás de mamá, no me gustaba ver la parte de la ejecución cuando les retorcían el cogote. Al otro día me negaba a saborear ese manjar ya cocido. Me conformaba con comer el postre: “duraznos”, esos ricos duraznos que -en grandes canastas- ofrecían a 0,40 centavos el ciento. Esos pregones en la mañana “¡Duraznos a 0.40 el ciento!”, eran un placer escucharlos y me hartaba saboreándolos.

Todo se vendía por las calles, durante el día eran incesantes los pregones ofreciendo mercadería. El pescador pasaba los viernes: “¡Pescado… pescado fresco Patrona!”. Cargaba en su hombro derecho un palo largo y en cada extremo dos platos grandes de latón o aluminio. Uno era una balanza, rudimentaria por cierto y en la otra los pescados. Algunos tenían un carrito con hielo y allí los llevaban para mantenerlos más frescos, pero eran los menos.

Estaba el italiano que vendía pajaritos pregonando: “¡Pacaritos… Pacaritos para la polenta… Polenta con pacaritos!”. Yo a ese señor lo veía muy feo y me tapaba los oídos para no escucharlo, sin atreverme a mirar a ese horrible palo y colgando de un gancho un montón de pajaritos muertos. Jamás en mi casa los compraron.

El que me divertía mucho, era el turco. Golpeaba el llamador de nuestra casa y ofrecía: “¡Jabún, jabuneta, beine, beineta, jabún, jabuneta, agua de olor vende marchante! ¡Compra sañura al pobre turco!”.

Y a la hora de la siesta, entre las 15 y las 17, el barquillero haciendo sonar un triángulo con un sonido nítido y acompasado, colgado de su hombro derecho un tambor largo rojo, la tapa -como una ruleta- con números, se giraba. Cuando paraba marcaba cuántos barquillos habíamos sacado. Si era uno solo podíamos volver a girar y ahí, en la segunda, seguro sacábamos dos barquillos.

El vendedor de pirulines de colores se anunciaba con un silbato muy agudo. Costaban 0.50 centavos.

Los sábados y domingos era una fiesta para las adolescentes, señoras jóvenes, solteras, casadas, viudas. Para todas era una alegría y una esperanza nueva sentir a “El organillero”. Su música eran todos valses vieneses, según decía mamá. Ahí salían todas las vecinas con la esperanza que la cotorrita de la suerte les sacara un papelito, amarillo, rosa o celeste, anticipándoles que un gran amor o una fortuna golpearía sus puertas.

Así era mi calle Balcarce, siempre se vivía con algarabía. La gente podía caminar por sus veredas sin ningún peligro. En cambio, la calle Defensa era muy transitada. Había más comercios, pasaba el tranvía “22” haciendo el trayecto hasta el balneario de Quilmes. En la calle San Juan al 300 estaba la fábrica de cigarrillos “Piccardo y Cía.”. Trabajaba mucha gente que viajaba en esa línea.

Defensa se consideraba la más importante después de Paseo Colón, por supuesto. Pero Balcarce era, para todos los vecinos, como una gran familia. La unión, el respeto, la solidaridad, eran una constante. Se vivía intensamente.

“Rosita” (*)

 

*Elina Leal, apodada “Rosita”, ya fallecida, vivía en Garay y Paseo Colón, en la barranca. Su madre era encargada de un conventillo ubicado en la esquina de Balcarce y Cochabamba, donde ahora pasa la autopista. Agradecemos a su hijo -Rubén Montero- por hacernos llegar su escrito, cuya primera parte compartimos con los vecinos, como testimonio histórico de la vida en el barrio a mediados del siglo XX.

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