Niños bajo puentes
Asistencia educacional para chicos en situación de calle
En una sociedad tan polarizada como la actual convergen realidades muy antagónicas,
que hacen difícil pensar en el concepto de niñez y adolescencia enmarcándolo dentro de
una única definición.
La infancia forma parte de una construcción simbólica que a lo largo de la historia
ha convertido a quienes transitan por esa etapa en seres invisibles en determinados
momentos y visibles en otros.
Una porción importante de la población infantil se encuentra bajo la línea de pobreza
y se enfrenta cotidianamente con una realidad muy hostil, que tiene que ver con la
desnutrición, la explotación laboral, la drogadicción, el analfabetismo o la expulsión
del sistema escolar y la exclusión de los derechos básicos de los que debería gozar.
En este contexto, se hace evidente la cuestión de la desigualdad y, por ende, de
la existencia de múltiples infancias y adolescencias, como lo plantean muchos de
los estudiosos en el tema. La educación forma parte de la lista, a pesar de tener un
papel importante, y a la vez muy complejo, a la hora de transmitir los conocimientos
educativos y culturales que a toda la población le corresponden por derecho.
Los chicos en situación de calle no pueden sostener una escolaridad a la manera en que
casi todos la conocemos, gracias a que desde pequeños nuestros padres nos enviaron al
colegio.
Siguiendo esta lógica, el Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos
Aires creó en 2001 el programa “Puentes Escolares”, que actualmente forma parte de un
proceso de cambio.
Mediante esta iniciativa, lo que se busca es ampliar los espacios brindados por la
escolaridad pública común, con el fin de generar propuestas y dispositivos educativos
para los chicos, adolescentes y jóvenes en situación de calle que no pueden acceder o
permanecer en la escuela de manera sistemática.
Este programa se desarrolla mediante talleres que funcionan en centros de día o
instituciones comunitarias entre los cuales se encuentra, en esta zona, el Centro de
Atención Integral a la Niñez y Adolescencia (CAINA) ubicado en Paseo Colón 1366 y
el Centro de Día «Santa Catalina», en Piedras 1597. Esta última está destinada a chicos
menores de 15 años y CAINA trabaja con adolescentes de 8 a 18 años.
A través de los talleres escolares de Puentes se ofrece a los concurrentes todo lo
que tiene que ver con el aspecto pedagógico y escolar, complementándose con las
sedes en las cuales funciona, que aportan todo lo referente al área de salud, higiene y
alimentación.
Victoria Guilmen y Mariano Bernasconi son docentes y forman parte del programa
Puentes, dentro del cual coordinan el taller de escolaridad: Victoria dentro del CAINA y
Mariano desde el Santa Catalina.
Ambos coinciden en que generar un vínculo con los chicos es lo más importante. Tratar
de individualizarlos, saber sus nombres, conocer sus historias e intentar despertar
en ellos el interés por aprender, pero respetando siempre sus propias voluntades, sus
tiempos y sus necesidades concretas.
A la hora de generar propuestas ellos tienen en cuenta muchos factores, ya que “los
chicos que llegan a las instituciones no sólo tienen diferentes niveles de alfabetización
sino también distintos recorridos en calle, traen consigo historias personales diferentes
entre sí”, explica Mariano.
Ellos intentan ofrecer desde lo pedagógico lo que el chico no puede generar por sí
mismo y relacionarlo de alguna manera con la formalidad, haciendo que logre proyectar
dentro del taller una temporalidad.
La tarea diaria comienza reuniéndolos a todos, con el fin de contarles cuál va a ser la
actividad que se realizará en el día, ubicarlos en el tiempo escribiendo la fecha (ya que
la mayoría no la sabe) y por medio de frases, adivinanzas o chistes, captar el interés de
quienes se hayan acercado ese día a la institución para que se queden a participar.
La idea del taller es acercarlos al conocimiento y despertar lo que está latente en ellos:
el deseo de aprender. Lo que se pretende es que los chicos también sean productores del
taller mediante la participación activa en el mismo.
Mariano, desde el Santa Catalina, nos cuenta que anualmente realizan diferentes
proyectos que permiten a quienes desean sumarse en cualquier momento. Uno de los
que están llevando a cabo actualmente es la realización de una huerta, a partir de la
cual -entre otras cosas- los chicos se plantean hipótesis sobre la base de diferentes
interrogantes que surgen y hacen análisis de semillas. En definitiva, se trata de una
forma de aprender por medio de una actividad grupal entretenida.
La idea del taller consiste en darles un espacio que marque una diferencia sustancial
con el afuera. “En la calle ese niño es uno más, es parte del paisaje y también es lo que
sobra; desde el taller se pretende brindarles un lugar diferente, donde sientan que se los
está esperando, en el que sean contenidos y se permitan ser niños por un momento…”,
continúa Mariano. Según ambos coordinadores ésta es una tarea fundamental que
acompaña a la educativa.
Tanto Victoria como Mariano están convencidos de que los chicos no sólo pueden sino
que quieren aprender, a pesar de la realidad con la que les toca enfrentarse día tras día.
El objetivo de la propuesta es que quienes asistan a estas instituciones no lo hagan sólo
para comer y bañarse, sino que les sirva también “para darse cuenta que estar en la calle
no tiene por qué ser una situación definitiva sino que puede ser sólo circunstancial”, lo
cual posibilitaría marcar un destino diferente, según afirma Victoria.
También es cierto que el presupuesto destinado por el Gobierno es muy bajo, no hay
una política que acompañe y la tarea del maestro se vuelve muy desgastante al ver que
su intervención es pequeña y “hacen falta más que ganas” para revertir la situación de
estos chicos, continúa Victoria.
Los niños en situación de calle no sólo no gozan de sus plenos derechos sino que la
mayoría de las veces son víctimas de la discriminación al ser vistos por la sociedad
como potenciales delincuentes, por el mero hecho de ser pobres y estar en la calle.
La escuela y la familia, espacios de contención primordiales, son instituciones que
actualmente se encuentran en crisis y que, en su mayoría, estos chicos perdieron. La
ausencia de políticas integrales destinada a fortalecerlas y una ineficaz detección de
alertas para evitar que más niños se sumen a esta realidad, agrava aún más la situación.
Bajo estas circunstancias la mayoría de las instituciones se encuentran desbordadas y se
ven limitadas en su accionar.
Evidentemente todavía existe en nuestro país una gran deuda por parte del Estado en
materia de política integral para la infancia que piense en el largo plazo y un plan de
acción para la niñez que la contemple teniendo en cuenta su diversidad.
Estas cuestiones deberían formar parte de la agenda política y de un debate público
de la sociedad civil, que intente generar cambios a la hora de tener en cuenta al niño,
porque más allá de la heterogeneidad del concepto, sus derechos son universales.
—Daiana Ducca
Historias de fantasmas
Franco (17) es uno de los muchos niños que asisten al CAINA y nos cuenta como es
su vida tanto dentro de la institución como en la calle. En su discurso marca una gran
diferencia con “el afuera”, deja en claro que lo que hace en la calle no lo hace en el
centro de día porque, según sus propias palabras, “ahí todos me quieren”.
“Cuando no estoy en el CAINA rescato dos o tres celulares y me voy al cine. Acá
adentro no hago nada, acá todos me conocen, me quieren… donde se come no se
caga…”.
A pesar de todas las carencias que tiene, Franco asiste a la Iglesia “La Piedad”, donde
no sólo colabora con los quehaceres diarios sino que además intenta ayudar a otros
niños en iguales condiciones que él.
“Ahora vamos a organizar para que los chicos vayan a mirar televisión un día, voy a
tratar que entren en la Iglesia un montón de chicos… Para ayudar a otros que también
están en la misma que yo…”.
Esteban también asiste al CAINA pero es mucho más pequeño (tiene 11). Por su manera
de ser y de expresarse, se percibe que tiene menos recorrido en la calle o quizás sea
la edad lo que lo hace verse con más inocencia, pero también trae consigo una fuerte
historia de vida.
“Mi familia es de Saldías, tengo tres hermanos. Me voy de mi casa porque me pegan
mucho”.
Al contarme sobre su familia se pone triste y no quiere seguir la conversación, la evade
pidiéndome a mí que le cuente historias de espíritus, porque según él “cada uno tiene su
historia de fantasmas”. Me pide que invente o que le cuente la historia de La Llorona.
“Me gusta venir acá, vengo a comer, desayunar, me baño, juego a la pelota… Cuando
salgo llamo de vuelta al 108 y me llevan a La Boca. A la noche duermo en el tren o en
la puerta de los restoranes.
La charla evidencia que aunque no lleven vidas de niños no dejan de serlo y, como
tales, necesitan un lugar de pertenencia, donde puedan sentirse contenidos, cuidados y
realizar tareas que sean acordes a su edad.