No dejemos que muera el barrio que nos dio libertad y autenticidad
Adolescente, en quinto año de una escuela secundaria en la provincia de Buenos Aires, la novedad nos llegó de boca de un preceptor de esos medio cancheros. Había en San Telmo un “pub” que tenía una bañadera llena de maní, uno se servía lo que quería y la gran aventura era tirar la cáscara en el piso. Era el ’84 y para nuestra generación formateada durante la dictadura, esas cosas eran revolucionarias. Como cantar La marcha de la bronca o Para el pueblo lo que es del pueblo.
Ya más grande, como de 21 y habiéndome embarcado en la osadía de dejar la casa familiar con tan sólo un tenedor, una máquina de escribir y unos discos de vinilo, me encontré por azar caminando por este barrio un domingo, mientras se armaba la feria de antigüedades. Quién sabe, haya sido ese mismo azar el que me llevó a vivir a un pequeño departamento en Paseo Colón y San Juan un otoño del ’91.
San Telmo es el único lugar donde siempre me sentí cómoda, a gusto y auténtica. Cuando Pata, mi compañera durante 13 años, murió en 2004 no le tuve que explicar a nadie el dolor. El consuelo y el afecto llegaron a través de los vecinos menos pensados. En algunas de nuestras conversaciones privadas de aquellos años compartidos habíamos sabido alegrarnos de vivir en San Telmo porque nos sentíamos libres, siempre, en todo momento y lugar. Así era entre los vecinos de aquel edificio, en el almacén de Rubini, en el Mercado, en la farmacia de Bolívar y Carlos Calvo, en el antigua Casa de Esteban de Luca, en Mi Tío, en La Brigada (cuando no era tan top) en Las Marías y en tantos lugares, algunos que ya no están.
Kary apareció en mi vida amorosamente, poco después de la muerte de Pata. La recuerdo prudente, respetuosa, mirando dónde y cómo pisar y evaluando qué decir y con quién hablar. Pero estábamos es San Telmo, un barrio que acepta, que incluye, que cuida. Recuerdo que el primero en conocer a Kary fue Marcelo, que tenía el puesto de diarios en Independencia y Defensa y que por esas cosas de la vida también se fue hace unos meses. Marcelo era un campeón. Discutía política con él a los gritos. Marcelo incorporó a Kary instantáneamente, como San Telmo. Marcelo era San Telmo. Y a veces me embarga el miedo de que como él y Pata, el barrio también se muera.
Sólo me tranquiliza pensar que es nada más una fantasía. Como esos sueños que aparecen a veces en la semi-conciencia de una mala madrugada. En esos momentos uno trata de espantarlos apelando a imágenes sanadoras. Entonces busco recuerdos de otras madrugadas. Y aparecen la primera vez en el barrio con los amigos de la adolescencia, después de un recital de León Gieco. Todos vivíamos en la provincia de Buenos Aires y era una gran aventura estar ahí. También me acuerdo de las noches en el viejo “Mil ocho”. O de los atardeceres desde la ventana de Paseo Colón, en verano, con el cielo despejadísimo y los veleros flotando en el río. No había por entonces torres que cortaran el viento y la humedad.
Hasta hace poco, entre las plantas y en el silencio de la terraza de una casa nueva, o caminando por Defensa, también nos alegrábamos con Kary de vivir en San Telmo, porque sentíamos que era el único barrio barrio que iba quedando en Buenos Aires. Ahora, sin embargo, hay ruido, un ruido raro, molesto, que confunde, divide, ahuyenta, expulsa.
Hay unas máquinas que levantan la historia sin cuidados, que la rompen. Hay unos administradores que dicen que San Telmo ya fue, que las puertas de 200 años son para los arqueólogos, que tenemos que mirar para adelante. Y hay unas personas que miramos, escuchamos y no entendemos. Porque la verdad es que no dicen nada o hablan raro, como en otro idioma. Debe ser el lenguaje de gente con otra sensibilidad, una nueva, que se forma en alguna clase de institución que no conocemos.
Debe ser la misma que enseña que la gestión pública es hacer todo de nuevo pasando por encima de la voluntad y la identidad de las comunidades y que por eso eligieron el slogan Haciendo Buenos Aires, como si no estuviera hecha. La misma institución que enseña a no cuidar ni respetar, a malgastar plata en obras que nadie quiere en lugar de utilizarla en lo que hace falta o en armar programas para los chicos que se drogan con paco o Poxi-ran en las plazas. Tiene lógica. No entienden el desamparo.
No es melancolía, ni nostalgia, ni oposición al progreso. ¿Pero a alguien se le ocurriría nivelar las calles de Pompeya o de Colonia del Sacramento? ¿Alguien cree que hay que tirar abajo lo que queda del Cabildo o de la Casa de Tucumán? ¿Por qué habría que cambiarle el estilo de vida, las costumbres y la identidad a un barrio que vive feliz como vive? O, mejor dicho, no es solamente melancolía, nostalgia y oposición al progreso que todo lo arrasa. Después de todo, que hay de malo en dar batalla para que San Telmo siga vivo y que los que lo elegimos tal como era podamos seguir viviendo en él, disfrutándolo?
Quiero a San Telmo como aquella primera vez que lo vi. Lo quiero como cuando se quiere de verdad, cuando el amor no cambia y es para siempre. Cuando te seduce aunque la piel se arrugue, te emociona aunque pasen los años y como cuando volvés a buscarlo siempre, después de perderte -a veces-, en otras miradas.
—Patricia Barral
Muy bueno!!
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