Odiosas comparaciones
En las pinturas de las cavernas, suelen representase escenas de caza, en las que se evidencia la importancia de esta actividad en los primeros grupos humanos. Debían alimentarse para sobrevivir, obviamente.
Eran hombres fuertes, nómades, que no tenían techos para protegerse de los cambios climáticos. Acorralaban a la manada o excavaban el suelo para poner trampas. Eran también expertos cazadores que tuvieron que aprender muchas cosas. Tantas como: arrojar piedras, utilizar el fuego, usar el arco y la flecha, la lanza, la cerbatana. Utilizaban armas que ellos mismos fabricaban, cada vez más sofisticadas. Se habían acostumbrado al derramamiento de sangre y la muerte violenta era algo natural.
No criaban animales ni cultivaban plantas, solo dependían de lo que podían cazar o recoger de la naturaleza, tenían que desplazarse y recorrer permanentemente distintos territorios. Cualquier lugar era su lugar, porque quizás nunca más volvían adonde habían nacido. Los regía la ley del más fuerte. Mirado desde hoy… ¡Difícil la vida del cazador!
Algunos creyeron que si se asentaban en los territorios, podían obtener muchos más beneficios y ahí se quedaban, esperando.
Aprender a construir una choza era todo un desafío, si pensamos que los materiales disponibles eran piedras, palos, huesos, cueros, fibras y barro. Pero, había que obtenerlos. La tierra producía muchos elementos útiles, pero había que estudiarlos, trabajarlos y probarlos en diferentes prácticas. Las fibras vegetales, por ejemplo, tenían que secarlas, trenzarlas y construir canastos para transportar los frutos de los árboles. El barro podía convertirse en vasija para juntar agua, pero había que amasarlo, modelarlo y cocerlo en un horno. Cientos de hierbas podían serles útiles para aliviar enfermedades, si antes las habían sabido cuidar, probar y cosechar.
Es decir, la vida en los primeros asentamientos tampoco era sencilla. Sobre todo porque para cubrir las necesidades básicas había que usar el ingenio, las manos y el esfuerzo físico. Así fue que quienes decidieron vivir en comunidad, construyeron aldeas porque comprendieron que cada uno podía servir para realizar determinada labor y, de esa manera -comunitariamente-, todos se beneficiarían. Y aprendieron muchas cosas, como labrar la tierra, criar ganados, usar telares, hacer música, escribir.
Pero, con el tiempo, se dieron cuenta que así no se podía vivir, porque debían proteger las aldeas con murallas y necesitaban un líder, uno por aldea y un ejército que lo secundara, armas -cada vez más sofisticadas- para equipar a los soldados y estrategias, trincheras y emboscadas, intrigas, conspiraciones, fuego, sangre, muerte.… ¡Todos sabemos cómo termina el cuento! Cualquier semejanza con nuestra realidad actual, es pura coincidencia.
Podemos encerrarnos en nuestra choza para que no nos atrapen los cazadores. Podemos caminar por la vereda de enfrente, para esquivar los “asentamientos” o a las personas en “situación de calle”. Podemos mirar hacia otro lado, para no ver a los “recolectores” o podemos permanecer en silencio y reflexionar sobre lo que le pasa a nuestra aldea.
Dicen por ahí, que “la historia siempre se repite” y que, en las situaciones límite, el hombre vuelve a su estado más primitivo. Lo vemos en nuestras calles a diario…. Sí, en las nuestras.
Lo que también se repite y para bien, es aquella gente que cuida su aldea, protegiendo su entorno, dándole nuevos colores al paisaje, produciendo caricias al oído y haciendo más agradable la vida en comunidad. Por suerte esa gente también existe y, como “la historia se repite”, existirá. De ahí nuestra esperanza.
María Ángela Varela