Patronato de la Infancia – testimonio
Estuve internado de los cinco a los ocho años en el Patronato de la Infancia que estaba en la calle Balcarce y San Juan. Recuerdo a las Hermanitas chilenas, Domitila, Loreto, a la celadora Josefa y al sereno Ferreyra. Realmente me sentí muy contenido. Es cierto que algún coscorrón o tirón de orejas me “ligué”, pero éramos bastantes diablillos.
Cursé en la escuela primaria del Patronato -para llegar a ella debíamos pasar por un pasillo subterráneo- hasta tercer grado. Repetí por tener mala letra. La maestra Buocco no quiso aprobarme y me llevaron a la Fundación María Antonia Loreto en la localidad de Benavidez, donde estaban los sacerdotes y hermanos de la congregación San Pedro de Ad Vincula. Dicha congregación era de Francia y España, allí estaban el Padre Director Illera, los Padres Bustillo, Álvarez y los Hermanos Rodríguez y Martín. Estos dos eran bravos y nos cuidaban durante el día, pero nosotros no éramos ningunos santos. Cuando estábamos en la escuela o trabajando en la quinta, estábamos a las órdenes del capataz don Luis o del señor Miguel.
Recuerdo a mis maestros de cuarto grado: el señor Dubarry y a los Hermanos Bianchi de quinto y sexto grado, respectivamente. También teníamos maestras que enviaba el Ministerio de Educación, cuyo director era el señor Garcielazo.
Mis compañeros fueron: Leonardo Peralta, los hermanos Bustos, los hermanos Estévez, Pereyra, Spagnol, González, Pérez, Roldan -quien luego fue Sacerdote-, Barrios se recibió de abogado y González de médico, siendo -en la actualidad- un prestigioso cardiólogo.
Ahora a mis 72 años, debo agradecer la dedicación y contención que me brindaron. Seguí estudiando y me recibí de técnico radiólogo en la Armada Nacional, donde me jubilé. Digo esto porque en la época en que estuve internado no me pasó, ni vi que pasara algo como lo que comentan algunos o manifiestan (incluso he leído en El Sol) respecto a actitudes hacia nosotros, de las personas que nos cuidaban. Por supuesto que nos mandábamos algunas macanas y algún coscorrón recibíamos o nos dejaban sin recreo parados mirando la pared, pero no me constan otras formas de aplicar la disciplina. Los sacerdotes, religiosos, maestras/os y celadores tenían que lidiar con ciento veinte chicos divididos en tres divisiones y -a decir verdad- éramos bastantes revoltosos.
Por eso mi testimonio, porque es una forma de agradecer a todos los de esa Institución que colaboraron en mi formación y educación en los años de mi infancia y pre-adolescencia. Agradezco que me hayan dedicado su tiempo y haberme contenido hasta los trece años, cuando mi madre me llevó nuevamente a mi casa.
Roberto Lemos