Reflejo

Cuento de Guillermo Gabriel Giglio

Una noche agobiante y calurosa del mes de diciembre decidió abrir, una por una, las ventanas de su antigua casa, de estilo inglés, de mediados del siglo XIX. El estar ubicada sobre la calle Defensa le permitía, desde la abertura más amplia, contemplar el monumento en honor a Pedro de Mendoza, primer fundador de la Ciudad de Buenos Aires.

Hasta ese momento Corina estaba sumergida en su mundo interior, prefería el refugio de los postigos, la semioscuridad y el fresco del aire acondicionado. En el barrio, era conocida por su fuerte temperamento, quizás adquirido por su experiencia de vida, ya que desde joven tuvo que llevar adelante su casa. Su padre abandonó a la familia cuando ella y su hermana eran adolescentes. Su madre, pocos años después, falleció en un accidente de tránsito. Luego de eso, su hermana se casó y se fue a vivir a España.

La soledad era implacable, un ente que oprimía su vida.

Al momento de abrir la primera ventana no se detuvo a mirar la noche clara, silenciosa, con un cielo repleto de estrellas. Sino, más bien quedó fastidiada con la oleada de pesada humedad que inundó su rostro.

Enojada con la vida, daba mil vueltas en la cama y no podía dormir, miró el reloj de reojo y ya habían pasado veinte minutos de las cinco de la madrugada. Segura de que ya no podría conciliar nuevamente el sueño, se levantó y abrió la segunda ventana con la intención de ventilar su habitación. Se quedó allí quieta, intacta, imperturbable, hasta que los primeros rayos de sol la enceguecieron. La luz del amanecer ingresaba en la habitación, ahuyentando la penumbra de su privacidad.

Se dispuso a ir a la cocina a prepararse el desayuno, el mismo que lleva haciendo desde hace años; un té con hojas de cedrón que arranca de una de sus macetas, acompañado de dos tostadas de pan de salvado con semillas de lino y bastante mermelada de durazno de bajas calorías.

Fue ahí, en ese instante, en ese momento, que vio a un pájaro reposar sobre el alféizar de la pequeña ventana de la cocina. Quizás ese fue el pretexto o la excusa que la llevó a abrir esa tercera ventana y encontrarse con el trinar de las aves que cantan al amanecer, instaladas en los tupidos ombúes, jacarandás y lapachos del parque.

Luego de desayunar retomó la lectura de una novela policial que parecía ser una de las pocas cosas que la entretenían pero, rápidamente, la invadió la modorra propia que acaece luego de pasar una noche de desvelo y, finalmente el sueño profundo surgió.

Alrededor del mediodía despertó, se levantó de la silla mecedora restaurada que había comprado en un negocio de antigüedades del barrio. Presurosa, se acercó a la última ventana de la casa que le quedaba por abrir.

Abrió los postigos de madera, pero pronto se sorprendió al ver el rostro demacrado y macilento de una mujer que la miraba con cara seria, dura, inexpresiva. Corina, sin pensarlo dos veces, le lanzó un golpe, oyó el estrépito de vidrios rotos y miró su brazo colmarse de sangre.

El hecho es que vio su reflejo en esa última ventana.

 

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