“Restaurar, más que una creación es una invención”
Magdalena Giménez Fitte es una artista autodidacta. A lo largo de sus sesenta y cuatro años, ha logrado reinventarse y refleja el valor de haberse creado a si misma a través de los avatares de la vida.
Con un inicio ¨acomodado¨, dentro de una familia tradicional de nuestra ciudad, dueña -en Lincoln- de campos, vacas, haras de caballos y todo lo que rodea a un estilo de vida con un futuro asegurado y previsible -“pero de arte, nada”, como ella describe-, seguramente nunca imaginó que tomaría las riendas de la vida y las haría suyas, transformando la imprevisibilidad en capacidad creativa.
Luego de haber vivido ocho años en Punta del Este acompañando a su ex marido arquitecto que llevó adelante proyectos edilicios en La Barra, viviendo el sueño de muchos donde veía corretear a su hija y sus perros por la playa, debió volverse -“con una mano atrás y otra adelante”, dice- porque la economía familiar así lo dispuso.
Por ese motivo, decidió instalarse en San Telmo en la calle Humberto Primo al 600 haciendo realidad -quizás sin querer- su pensamiento, ya que “cuando tenía 17 años, vine a la Plaza Dorrego y pensé que algún día iba a vivir en este barrio”, recuerda.
“Ese departamento, estaba todo arruinado. Lo arreglé ¨a pulmón¨ ayudada por un pintor que tocaba la batería. Quedó divino, espectacular. En un momento me separé y crié a mis hijos ahí, con gato, perro, tortuga y loro. Iba a la costanera, tiraba una manta y vendía mis cuadritos exhibidos en los caballetes que hacía mi hijo. El primer día vendí cinco cuadritos y estaba feliz. A la noche pintaba sin dormir y así tener obras para el día siguiente. Me encantó esa parte de mi vida, donde tomé contacto con gente que me permitió dejar de ser una ¨cheta¨ pelotuda. La supervivencia me fascina porque me gustan los desafíos, estar en el medio de la nada y ver qué hacer con eso. No dejarse vencer y salir adelante, hace que te sientas una reina”, señala Giménez Fitte.
Y continúa su relato con entusiasmo cuando menciona que “los chicos entraban y salían, porque empecé a dar clases y me fue bárbaro, tenía alrededor de cincuenta alumnos. Eso me ayudó a criar a mis hijos y estar con ellos. También enseñaba en el Sindicato del Seguro y -junto con mis alumnos- pintaba exponía y vendía. Pero nunca me interesó el tema de hacer una carrera, aunque vendí como ochenta cuadros y expuse en bares, en la plaza Dorrego, en la Galería Van Riel… Desde el 2008 que no pinto, pero tengo ganas”.
Todo estaba en ella y quizás sin darse cuenta encontró la oportunidad de aprovechar los avatares económicos, en posibilidades de desarrollo personal.
“La muerte de mi padre, joven, me ¨pegó¨ muy mal y mi psicólogo en un momento dado me dijo que tenía la misma intensidad en ganas de vivir que de morir y dependía de mi ser destructiva o constructiva. Entonces, tomé la decisión de luchar a mi manera aunque sabía que tendría dificultades”, confiesa Magdalena.
En cuanto a su formación, explica: “Soy autodidacta, fui un año a estudiar con un profesor español, pero no me entusiasmó porque sentí que me quería encasillar en las clásicas estructuras y lo que yo quería hacer era pintar, no estudiar pintura. Pinto desde que tengo doce años, con lo que sea, no soy disciplinada solo dejé que fluyera”. Y agrega con convicción: “Pero tengo demasiados intereses, incluso escribí poesía y por allí hay algo publicado, pero no seguí”.
A Giménez Fitte le apasiona la restauración y así lo cuenta: “Cuando me crucé con esta actividad, recordé lo que me dijo una chica que me hizo una carta natal, señalándome que el reciclado sería fundamental para mí y que en la segunda etapa de mi vida iba a ser mucho más feliz que en la primera, porque los astros se acomodaban. En ese momento pensé que se refería al reciclado que hacía con lo que encontraba en la calle, porque no sabía que iba a conocer al anticuario Mario Basile y que comenzaría a restaurar sus cuadros y grabados ya que me venía bien tener un trabajo fijo, además de mis clases. Eso fue una gran ayuda y tengo un agradecimiento infinito hacia él y sus hijos. Aquí aprendí a tallar madera, a lustrar y me permitieron desarrollarme. De mirar lo que hacía otra persona aprendía y aprendía, nunca fui a un curso de nada. Eso me permitió descubrir mis cualidades manuales e inventar. Porque en la restauración si falta algo y no existe ese material, tenés que pensar cómo reemplazarlo y, muchas veces, eso exige imaginación e inventiva”.
Con relación a si todo se puede restaurar, Magdalena menciona que “Sí, hay gente que restaura vidrio. La restauración es recomponer el deterioro. No sé si lo llamaría un trabajo creativo, aunque sí el hecho de que cuando faltan muchas cosas lo creativo está en percibir qué hay que poner para que armonice con el resto sin ver el original, para que vuelva a ser como cuando estaba completo. Más que una creación, es una invención”.
Cuando profundiza en su trabajo, manifiesta: “Me gusta hacer el lustre pero si el objeto es chico, porque soy demasiado ansiosa e inquieta y esa tarea me aburre. Aunque es lindo ver el cambio al terminarlo”. Entusiasmada, detalla cuál es la técnica del lustre a muñeca: “Primero hay que lijar toda la pieza para sacarle el lustre viejo, luego se pasa capa sobre capa, como antiguamente, usando una pelotita hecha con tela impregnada en goma laca, aceite y piedra pómez y así hasta llegar al brillo original. Según los chinos, en sus muebles de color negro brillante, son mil pasadas. Para ellos, el lustre es como un ritual”.
Agrega que también aprendió -experimentando- “el dorado a la hoja y me encanta. La hoja de oro es muy finita. Son cuadraditos de 8 x 8 que tenés que cortar y pegar con cola teniendo mucho cuidado porque son frágiles y si se arruga o se rompe, ya no sirve. ¡Cada libro de hoja cuesta ciento cincuenta dólares!”.
Revaloriza su tarea, fundamentando que “el hecho de estar fabricando cosas, sabiendo que van a ser desechables al poco tiempo, para luego tener que hacer otras con el mismo fin, hace que todo esté programado para el desperdicio y la no valoración de lo conseguido. La humanidad, de alguna manera, tendría que castigar eso”.
Ahora que ¨descubrió¨ Tigre y pudo comprar un terreno y hacerse -ayudada por sus dos hijos, Magdalena y Tomás- una casita de madera sobre el río Capitán, tiene en la mira “volver a pintar ahí, alquilar un local en el Puerto de Frutos y venderlas y hacer viajes a la ciudad por temas puntuales”.
Pero como no reniega de sus orígenes, reconoce que “descubrí con el tiempo que era parte de mi naturaleza hacer plata, quizás porque provengo de una familia donde tenerla era natural. Hasta que se terminó y me tocó empezar de abajo, cosa que agradezco porque considero que esta persona que soy la construí con mis manos, mi inventiva y sabiendo eso uno se mueve tranquila en la vida. Me encantó haberlo vivido así”.
Refiriéndose al barrio, Magdalena subraya: “Valoro su historia. Creo que la gente de San Telmo lo ama mucho porque sigue siendo barrio, pero cosmopolita, multifacético en sus escalas sociales. Es un cachito de la humanidad del planeta Tierra metido en un solo lugar, donde hay personajes que no están en otra parte del mundo como por ejemplo: Matute. No existe un tipo que se disfraza de militar, agarra ladrones, es respetado por la policía, tiene una historia difícil, tuvo una mujer bellísima japonesa, un hijo que ahora se mimetiza con él y la hija divina que le trae los hermosos nietos. Por otro lado, hay arquetipos mezclados con algo europeo, no yanqui porque no resiste esa forma, no entra, queda fuera de lugar en el barrio. Es otra mentalidad”.
Texto y foto: Isabel Bláser