Rolito cartonero

Una historia entre muchas otras

La última vez que lo vimos empujaba el carro por Balcarce, bajo la autopista.

Un carrito desvencijado, cuatro parantes atados con alambre en los extremos de un elástico de cama. Las ruedas chirriaban viboreando.

La madre no quiso dejarlo solo en la casilla y lo llevó con ella. Además, necesitaba ayuda. Era bajito, chico para la edad pero ágil y sus brazos y piernas eran flacos pero fibrosos. Los tenía curtidos por el sol de la villa y el tizne de la basura. La madre trababa la tapa del contenedor con un listón, él se colgaba del borde como un mono y saltaba dentro con soltura. No se lo veía desde fuera, solo se oía revolver en las bolsas, las botellas, los cartones y maderas que volaban desde la boca del contenedor.

Luego aparecían las manitas sucias colgadas del borde y Rolito, encaramándose, saltaba fuera.

Brincaba aplastando las botellas que la madre acomodaba en el carro; entre los dos doblaban los cartones, los apilaban y arriba ponían las maderas. Alguna cacerola abollada también.

No se movía al compás de la marcha, correteaba delante y detrás del carro. Rastreaba con la mirada husmeando los rincones de la calle: una mezcla de juego y conocimiento del oficio. En la calle se encuentran objetos valiosos que los peatones ni siquiera ven.

Reía y parloteaba con la madre.

Apareció el hombre y fueron tres. Ya no volvían a la villa, era mucho viaje y demasiado caro. Bajo la autopista o en algún portal protegido, según el recorrido del día, los tres se arrebujaban bajo los sobretodos y la frazada vieja. Entre tres hay más calor para dormir al raso. El hombre los trataba bien.

Se paró firme sobre las cuatro patas. Era un perro joven. Estaba bien alimentado. Lo habrían abandonado… se habría perdido… Pero había aprendido a moverse por la calle.

Se paró frente a Rolito y lo miró a la cara.

¿Cómo te llamás? gritó el hombre.

El perro ladró. Chumbó, dijo Rolito. Se llama “Chumbo”.

Ahora eran dos los que corrían delante y detrás del carro, saltaban, husmeaban la calle.

La madre se quedó en el hospital. Cuando estés bien te venimos a buscar, dijo el hombre. Cumplió su palabra. Volvieron, una vez, dos, cada vez más espaciadamente porque la madre no salía del hospital. Un día ya no los conoció y no volvieron más. ¿Para qué?

Dormían bajo la frazada, otra vez tres. El perro en el lugar de la madre.

Una mañana Rolito abrió los ojos al frío del amanecer. Bajo la frazada estaban solo Chumbo y él. El hombre se había ido. No le explicó por qué, pero no se llevó el carro. Rolito no se hizo preguntas. Una fibra interior le dijo que el hombre no era malo, le había dejado el carro. Se fue porque se había tenido que ir. Porque el cartoneo no daba para los tres, porque sin el chico se podría mover con más libertad, porque la madre se había quedado en el hospital. Ahora tenían que arreglarse ellos dos solos: él y Chumbo.

Para ellos sacaba. No era mucho pero no necesitaban mucho. Los intermediarios le pagaban lo mismo que a los otros, no se aprovechaban porque lo veían chiquito.

El borracho empezó a tironearle unos cartones buenos, que le iban a servir para aislar la cama del suelo. Pero soltó cuando Chumbo mostró los dientes y gruñó bajito.

A veces compraba comida para los dos, pero otras le daban las sobras de los restaurantes. Chumbo estaba fuerte y él estaba ágil. Cuando se metía dentro de los contenedores Chumbo vigilaba el carro. Nadie se atrevía a robarle.

Pero vino ese cansancio repentino que en su pequeña vida nunca había sentido. Le costaba respirar. Volvía más temprano y un día se quedó en la cama. Los otros alrededor se levantaron, se prepararon para salir. Lo miraron y no dijeron nada. Había que salir a cartonear.

Apenas se levantaba al mediodía, cuando el sol calentaba, para llegarse hasta el restaurante en busca de la bandejita de comida.

Él y Chumbo comían de la misma bandeja.

Hoy no tenía ganas. Puso la bandeja en el suelo, entre él y Chumbo. Le dijo al perro que comiera. Chumbo lo miraba, esperaba, no comió. Empujó la bandeja con el hocico para acercarla a Rolito, su amo, su amigo, su hermano y se quedó con la cabeza entre las patas mirándolo a los ojos.

No tenía hambre, la cabeza le ardía, pero hizo el esfuerzo por Chumbo. Agarró la bandeja, sacó unos fideos, se los llevó a la boca y le acercó la bandeja al perro para que lo imitara. Dio vuelta la cabeza, una arcada le hizo vomitar los fideos y con un acceso de tos sintió un dolor que le rompía los pulmones. Volvió a mirar al perro y meneó la cabeza, como diciendo: No te preocupes, ya va a pasar.

Chumbo lo miró, pero no comió.

Lo llamó junto a sí, lo abrazó. Tapó al perro y se tapó él con la frazada rotosa. Los ojos de Chumbo brillaban en la oscuridad de la frazada. Lo miraba.

Rolito se durmió. Un sueño inquieto, el sueño de la fiebre. Chumbo le apoyó la nariz fría en la frente y después Rolito descansó tranquilo.

Cuando apuntó el amanecer el perro se salió de debajo de la frazada y empujó la bandeja de fideos fríos en dirección a Rolito para que desayunara, pero Rolito dormía. Chumbo se apostó junto a él, con el hocico entre las patas, sin dejar de mirarlo.

Esperaba que al brillar el primer sol de la mañana Rolito despertara y volviera a comer.

Texto:Jorge Andrade/Foto: Nelly Dutoit

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