SACRIFICIO
La conocí cuando ella era chiquita.
Fue al volver por primera vez al país para visitar a mi padre en su casa de San Telmo, a fines de 1982, seis años después de haberme ido.
La vi del otro lado del pulmón de manzana, de pie en el jardincito de las traseras de una casa de departamentos.
Por entonces era bajita. No tendría más de diez años, ya que su copa apenas asomaba a las ventanas del primer piso. Quiere decir unos cuatro metros de estatura, calculando un crecimiento medio anual de cuarenta centímetros.
Hoy, cuando han pasado cuarenta años más, la araucaria supera los veinte metros y alcanza a la terraza de su hogar, un edificio de siete plantas.
Su vigor y su lozanía han resultado ser la causa de su desgracia. Con apenas cincuenta años, la han sacrificado en su primera infancia, en vista de su esperanza de vida de más de mil. Ella no tiene la culpa de que algún caprichoso haya puesto su semilla en un lugar que sus herederos califican de inapropiado. Les roba la luz por haber cometido el pecado de crecer en salud. Sin pretenderlo se ha enfrentado y ha ofendido a una especie mucho más débil, mucho más fugaz, pero cruel y que, mientras está sobre la tierra, tiene más poder y menos piedad.
Los leñadores o podadores, llegaron con sus instrumentos mecánicos y, primeramente, se dedicaron a cortar desde bajo sus ramas extendidas como brazos en una plegaria. A medida que subían colgaban su andamio desde la pared de la casa hasta el tronco del árbol. Lo hincaban en la madera, sometiendo a la araucaria a la misma vejación de los condenados a muerte cuyos verdugos los obligan a cavar su propia fosa.
La araucaria es propiedad privada. Nadie puede intervenir para salvar el árbol. Las autoridades se inhiben ante la barrera jurídica y moralmente insalvable de la ley y las convenciones sociales: la propiedad privada es un privilegio sacrosanto de la sociedad que abraza el estilo de vida occidental y cristiano. Los vecinos copropietarios son los dueños de un porcentaje del árbol, como son dueños de un porcentaje de la tierra en que está asentado su edificio de propiedad horizontal.
La propiedad privada quiere decir el capital privado. Y el capital privado quiere decir el dinero. Propiedad, capital, dinero significan poder. Poder y dinero se necesitan mutuamente y trabajan de común acuerdo. Pero el dinero, que nació como un instrumento del capital o sea del poder, adquirió un alto grado de autonomía y generó su propia erótica. Esta erótica del dinero o sea del capital, se disfruta por etapas. Primero la acumulación, después el atesoramiento. Pero hay una tercera etapa, menos difundida, menos analizada que, sin embargo, es su momento orgásmico; se trata de la destrucción: “La maté porque era mía”.
El vástago que llega a la altura de la terraza queda desnudo. La humillación no ha acabado todavía. Los leñadores o podadores, vuelven a clavarle el andamio en la misma madera del tronco y aserran la araucaria por secciones, de arriba para abajo. La despiezan como a una res y arrojan los pedazos al contenedor municipal.
Jorge Andrade