Solo respondo al General Fontova
¡Solo respondo al general Fontova! le dije al despedirnos. Me miró a los ojos y dijo “Indio, soy feliz, pero estoy triste”.
Él se iba a su casa por Villa Crespo, yo volvía al barrio. “San Telmo fue mi cuna. Yo nací un 30 de octubre de 1946 en una clínica de San Telmo, que la cerraron al verme: ya era un renegado” afirmó con convicción. Nos abrazamos y se fue caminando, oscilante como un bailarín metafísico. No sabía que era la última vez.
El Negro pertenecía a la fauna extinta de los caminantes por aquella Buenos Aires que tenía tres turnos de nocturnidad en los que discurrían Omar Chaban, el Mono Villegas, Batato Barea, Tom Lupo, entre tantos otros.
Durante años nos encontrábamos en cualquier lado sin cita previa, sin esperarlo, por Corrientes, el Abasto o San Telmo, en el Baro Bar, el Seddon o Einstein, a la salida del cine o en cualquier sótano a cualquier hora; siempre había risa y ginebra hasta el otro día.
¿Cómo volvernos nómades? ¿Cómo ser el gitano de nuestra propia lengua, gritaba, robar al niño en su cuna, bailar siempre en la cuerda floja?
Nos conocimos en los 70, en el conventillo de Las Artes en la calle Lavalle; tenía una pieza llena de dibujos y ya era una leyenda. Músico extravagante que había atravesado el folklore como un exégeta del Chango Rodríguez y de Jaime Dávalos, ya había pasado por la cumbia colombiana, la salsa y el rock naciente. Ya había pasado por el hipismo y leído todo lo que había que leer. Era de un chamismo gozoso infectado de Castañeda.
Fue director de arte de Expreso Imaginario y un eximio dibujante, actor en Hair y en Jesucristo Superstar y, sobre todo, un atorrante que pulverizaba todo con su risa. Andaba por Avenida de Mayo vestido de frac y con el Negro Rada y Miguel Abuelo como guardaespaldas. Me dijo una noche tomando ginebra: “Indio, vos que sos tan obediente, me traes un poco de sol acá” y me tiró una palangana.
¡Siempre respondo al General Fontova! Le dije cuando nos volvimos a cruzar en otro conventillo de Brasil y Combate de los Pozos, donde yo tenía mi taller y recalaban Daniel Melingo, Eduardo Iglesias Byrcle, Viví Tellas, Katya Alemann, Omar Chaban; el Negro había acorralado su tranco, atraído por las curvas de Casandra.
Se instaló con ella en el Marconetti, una casa ocupada por el bajo en San Telmo. Caí por allí una noche. “Esta es mi patria, San Telmo y mi gente, mi dios es el Gordo Valor y mi diosa, Casandra”.
Yo conocí a Casandra aquí en Buenos Aires.
Juntos pateábamos tachos de basura
Tiene algún parecido con Olivia
Pero como ella no hay ninguna tan tibia
Cantaba el Negro desde su ventana, mirando ponerse el sol atrás del Parque Lezama. Transcurrían los años de plomo y, hablando de todas las formas del miedo, me dijo: “Yo creo en el poder de la risa que, científicamente, es vasodilatadora; el miedo, la desconfianza y la maldad son vasoconstrictores».
Andaba siempre acompañado de un flaco guitarrista al que llamaba Comeclavos y que resultó ser el Skay de Los Redondos, con quien se trenzaba en las misas paganas del Margarita Xingu. El 22 de diciembre de 1979, ataviado con un jardinero de jean, subió al escenario y se hizo cargo de la voz líder. Fue una noche de constelaciones presentadas por el Gran Supercho. El Indio Solari era reemplazado por el General Fontova.
Participé de sus performances más abismales en su boliche mítico, El Goce Pagano, a mediados de los ’80 y lo vi representar, en el Teatro Avenida, la zarzuela prohibida por Franco en España: “La corte del faraón”.
Se juntó con Fena Della Maggiora en congas y Carlos Mazzanti en bajo y se armó el Fontova Trío. Llamó a amigos que circulaban por ahí, dando vuelta como una media al rock argentino: Skay, Daniel Melingo, Andrés Calamaro y a músicos excepcionales de otros palos, como Jorge Cumbo, Alejandro De Raco y Benny Izaguirre e inventó un estilo único, mezcla de desmesura teatral con música popular de alta alcurnia.
Era un personaje del under y estaba apostando fuerte a la música. Tuvo grupos fugaces, como Patada de Mosca y el trío Expreso Zambomba (“el nombre se lo puso Spinetta”), hasta que en 1982 editó su primer disco.
Al tiempo, el Negro era el General de un pueblo que cantaba “estoy podrido” o “me siento bien”. Había en su canto y en su pose una tonelada de herejía y metros de desparpajo actoral en su desenfado y en su forma corpórea de mostrar el goce pagano. Todo eso tenía Sonia Bragetti.
Yo estaba cumpliendo funciones gremiales cuando, en un pasillo de Canal 13, me tropecé con Sonia, en calzas y taco aguja. Me miró a los ojos y exclamó: “Indio, tenés labios de bife de chorizo, dame esa boca”, alucinando tras sus bigotes. Se rieron hasta los muebles.
Era la estrella de esa hoguera de vanidades que es la televisión. Peor es Nada lo había ubicado en un sitio de masividad que nunca buscó. Muchos vieron en él al reemplazante de Olmedo, pero el Negro supo desmarcarse. Se bajó a tiempo de la maquinaria del entretenimiento y se dedicó a ser actor en todo lugar donde se sintiera cómodo, donde pudiera cagarse de risa.
En el medio de la corte se rajó para reemplazar esporádicamente a Daniel Rabinovich en Les Luthiers, durante una gira de tres meses por España. A su regreso, dejó la televisión para desarrollar su talento de actor y humor corrosivo en teatro y en cine, donde su voz quedó eternizada en Metegol y en el chamán ciego de Aballay.
En ocasión de que al Arq. Rodolfo Livingston se le exigiera la renuncia a su cargo de director del Centro Recoleta, él respondió: “¡No dimito ni dimitiré, solo respondo al general Fontova”! El Negro no demoró la respuesta y envió un telegrama con un escueto: “Resista”.
Una noche cenando en “Cuchillo y Tenedor”, un tugurio del centro, tomamos agua. Estaba peleándole al alcoholismo, me dijo. Ese es mi peor enemigo.
Entre sus locuras, en 1989 se postuló a presidente de la Nación como acto desestructurante de la banalidad pública. Hizo una campaña electoral como una especie de happening y, ante la pregunta de si robaría respondió: “Por supuesto ¿Acaso soy un boludo?”.
El hippie anarco-pacifista mutó de la adhesión por una vaga izquierda a la militancia indoblegable por el kirchnerismo. Estando en la Casa de Gobierno, se sacó una foto sentado en el sillón de Rivadavia. Se siente, se siente, Fontova presidente, cantaba el pueblo gozoso.
Debajo del disfraz siempre estaba la mirada luminosa y al mismo tiempo melancólica, la sonrisa ladeada, la voz clara, el mohín tierno, el Negro Fontova. Un viejo hippie.
Nos volvimos a encontrar en “La Vaca Profana”; él con su show y yo con mi muestra de pintura, inauguramos el espacio contracultural del Abasto. Allí nos toreamos con nuestra pasión: la pintura. Él ahora acompañado por Gabi, su musa, amante y compañera. Nunca más estaría solo. Él amaba a los prerrafaelistas y el comic de los 70. Yo le respondía con Kitaj y con Rothko. Los dos coincidíamos con nuestro amor por Bonnard, Gorriarena y Demirjian.
Durante la pandemia amarilla del PRO, en el barrio de La Paternal, Hernán Greco inauguró “Don Narciso”, un lugar donde nos juntábamos a comer, cantar y resistir. Por ahí cayó una noche el Negro, de la mano de Gabi. Al verme exclamó: “Seguís con dos bifes de chorizo en la jeta”. Esa noche hizo magia con el Bululú, bailó una desopilante chacarera con Graciana Peñafort, hizo de segunda voz con Lidia Borda en la Zamba de Lozano y se abrazó en un vals con Gabi, su enamorada.
Nos abrazamos y se fue caminando, oscilante como un bailarín metafísico. No sabía que era la última vez. Antes me dijo: ¡“Vos sabés, como yo, que alguna vez nos escaparemos de noche hasta perdernos para siempre”!
Horacio -“El Indio”- Cacciabue