Tres oficios con peso propio

Por Clara Rosselli

Cuando los domingos iba con mi familia a la casa de mis abuelos, veía que Fermín, el padre de mi mamá, hilvanaba la solapa de un esmoquin, cosía un dobladillo o cortaba del rollo de una tela la moldura de un traje con una tijera grande y pesada. Mi abuelo era sastre.

Con el tiempo ese oficio, como tantos otros, se fue perdiendo. Los productos importados, de precios módicos y el afincamiento del consumismo hicieron que aquellas labores artesanales fueran prácticamente olvidadas. La falta de capacitación en este tipo de actividades acrecentó su desaparición. Hoy en día quedan solo unos pocos sastres, zapateros, costureros, maestros pizzeros, tintoreros, tapiceros; entre otras actividades de ese tipo. Pocos son los talleres donde se pueden aprender oficios y la juventud no los busca como salida laboral,  aunque trabajo no falta.

Alberto Donati en su zapatería.

Alberto Donati en su zapatería.

Cada ratón a su botón

Los oficios son tareas que se desempeñan con paciencia y dedicación. Hay que ser detallista para que cada trabajo salga lo mejor posible. José Luis Picasso, tapicero de corazón, nos comenta al respecto “(La tapicería) es un oficio que tenés que querer”. Habla y las tachuelas que lleva en la boca pasan desapercibidas. Solo después de diez minutos de charla las escupe y agrega a lo que venía diciendo “Es un trabajo artesanal, necesitas manos libres”.

Alberto Donati, el zapatero de avenida Independencia y Bolívar, coincide “Si no hacés las cosas con cariño, entonces salen mal. Hay que ser consciente con lo que se hace. Yo dejo el zapato como nuevo, por eso me recomiendan” Y por esta razón, entre su clientela cuenta, además de los vecinos, con varios ´famosos´. Sus manos muestran alguna falange perdida por su actividad. Comenzó el oficio a los ocho años, en una fábrica en Palomar donde aprendió de dos italianos. Más tarde instaló la propia en Caseros -hacían hasta 500 pares por día- y en la década del 90, las políticas económicas del momento lo llevaron a la quiebra. “Perdí todo”, dice con algo de nostalgia. Entonces decidió instalarse en San Telmo.

Cristina San Martín, tiene un local de costura junto a su cuñada Helena Peña, en la calle Piedras y Humberto Primo. Helena atiende, mide el alto de los dobladillos, marca una pinza. Cristina está siempre detrás de su inseparable máquina de coser con una aguja en la boca. Puntada tras puntada va zurciendo el diálogo “(La costura) es un trabajo digno y se puede vivir de esto. Gracias a Dios, trabajo todo el año.” Ambas son modistas, pero tienen más trabajo de compostura y arreglo de prendas. Están en su local desde hace seis años, aunque trabajan en el barrio desde antes. Ellas también se toman el trabajo seriamente, dicen que “el arreglo es complicado porque hay que desarmar la prenda y volver a dejarla con las mismas costuras y el mismo diseño que tenía cuando la trajeron”.

Cristina San Martin, costurera.

Cristina San Martin, costurera.

Los entrevistados coinciden en que sus oficios tienen el tiempo contado. “(Los jóvenes) no quieren aprender y no hay nadie que enseñe el oficio”, dice Alberto. Cristina lo describe de esta manera “No hay gente que trabaje ya en la costura y la que hay, quiere hacerlo de manera independiente. Nos cuesta horrores conseguir una mano que ayude. Es un oficio que va a desaparecer, ni nuestros hijos quieren seguirlo.” Y José Luis comenta que “El oficio se va perdiendo. Yo, por suerte rescaté a mi hijo hace un año. Cuando ofrecés trabajo lo primero que te preguntan es ´¿Cuánto me vas a pagar?’ No te preguntan, ‘¿Me vas a enseñar?’” y agrega “Cuando trabajaba en la casa de muebles Maple, trabajaba gratis ¡y de favor! Los papás de algunos chicos pagaban para que sus hijos aprendieran el oficio. Fijate la diferencia: antes tenías que pagar para aprender, ahora vos tenés que pagar para enseñar”.

El trabajo para estos artesanos abunda. “A veces fabrico calzados, pero tengo tanta compostura que no puedo. No doy abasto. Tengo muchos clientes del barrio y de chicas que vienen a trabajar por la zona, muchos españoles y jóvenes francesas. No me puedo quejar de este trabajo. Laburo hay. Acá vamos ´salvando el puchero´, como quien dice. Es un oficio que deja rentabilidad“, acota Alberto y nos muestra un zapato en proceso de compostura. Ingenuamente comento en voz alta que probablemente él sepa todos los secretos de este oficio. Pero remata amablemente “No, eso no se termina de saber nunca. Siempre hay algo nuevo”.

Cristina comenta “Ya no corto, no tengo tiempo. El trabajo de modista no lo podés cobrar lo que vale porque la ropa hecha sale mucho más barata. Únicamente gente que quiere cosas especiales. Hay algunas modistas en el barrio, pero antes había más. Tengo clientes no solo del barrio, sino gente que trabaja por acá y extranjeros.”

Para José Luis, quien tuvo su primer acercamiento a la tapicería gracias al padre del corredor de autos Gastón Perkins cuando tenía doce años, los muebles seguirán siendo parte de su vida por bastante tiempo más. “Por suerte tengo mucho trabajo, tengo encargos hasta el año que viene y podría darle trabajo a diez personas, pero solo lo hago con mi hijo”. Entre uno de los más importantes que le confiaron, fue el de la restauración de los tapizados del Cabildo.

José Luis, tapicero.

José Luis, tapicero.

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