Un homenaje a Federico Moura y su pasión por el bello barrio que tanto amó
Destino circular
Se sabe que en la música todo es opinable; de hecho, el grado de reconocimiento de una banda no sólo proviene de su obra sino de los discursos que se organizan a su alrededor; es así como hay períodos donde algunos artistas pasan a un olvidado segundo plano y en otros pasan a ser tomados como el ejemplo a seguir (quizás ahora sea impensable pero The Beatles, allá por los 80 no eran vistos tanto como genios iniciáticos sino, más bien, como un viejazo retro); por lo tanto, hagamos uso de esta prerrogativa y, sin perder más tiempo, vayamos directo al punto: ¡Federico Moura fue el mejor frontman del rock argentino! Si bien su nombre está presente en las historias del rock argentino, muchas veces queda (junto con el de su banda, Virus) en una injusta zona marginal. Es entonces que, a veintidós años de su muerte, la figura de este vecino ilustre del barrio de San Telmo merece ser recordada.
Y recordarlo es pensar en un tiempo perdido, un tiempo de represiones, en todo sentido, de esperanzas y nuevas decepciones, que él tan bien retrató en sus letras. Es pensar en lo que provocó con su arte y su personalidad, con esa capacidad de desafiar constantemente a su público a través de ideas, movimientos, palabras y actitudes (pocas bandas han aportado hits sobre la masturbación, encuentros sexuales furtivos o sospechosos oros en polvo de una forma tan accesible y apta para todo público), siempre buscando los puntos de encuentro.
Él propiciaba el encuentro y lo cantó “el río musical… generó un lugar para encontrarnos”. Buscó generar encuentros -con ideas, con sentimientos, con personas- y lo logró.
Para los que fuimos contemporáneos a él, su figura era una invitación a jugar con la imaginación, que no es poco, y se transformó, entonces, en una voz de escucha obligada para todo aquel que, o por los oscuros años de la dictadura o por represiones propias, había sido arrastrado a un agujero interior del que quería o necesitaba salir; quienes, en cambio, lo conocieron luego a través de su obra descubrieron una voz personal y refinada que a pesar del tiempo suena más fresca y movilizadora que antes: escucharlo no es ejercitar un recuerdo nostálgico sino encontrar desde el pasado una voz atemporal que sirve para dar cuenta de estos tiempos.
No es casual, entonces, que de una figura tan rica puedan relatarse múltiples historias. Se podría contar que Federico Moura estudió en el Colegio Nacional de La Plata, que diseñó ropa, que viajó por Europa, que se radicó en Brasil y amaba Río, que hablaba no de asumir identidades (sexuales) sino de trascenderlas, que rescataba a Sandro cuando no era políticamente correcto, que apadrinó y produjo el debut de Soda Stereo, que enfrentó la enfermedad que terminaría con su vida con una dignidad admirable dando shows al borde del colapso físico, que murió de SIDA cuando la dimensión trágica de esta enfermedad era infinitamente mayor que ahora.
Pero también se podrían contar, casualmente o no (porque cualquier espíritu sensible puede encontrar en este barrio más de una razón para enamorarse de él), muchas historias que se relacionan, de una u otra forma, con San Telmo. Su hermano Marcelo, actual cantante de Virus, recuerda una: “Federico estudió Arquitectura hasta cuarto año así que cuando compró su departamento en San Telmo, en Piedras casi Venezuela, lo recicló y lo dejó bárbaro”.
La conexión de Moura con el barrio no termina en haber vivido y disfrutado de él y, además, haberse adelantado casi una década a la moda del reciclado (recordemos que hasta mitad de los 90 las señoriales construcciones del siglo pasado que abundan en el barrio esperaban aún con sus pisos de pinotea, balaustradas y ventanales maltrechos que terminara el olvido de décadas).
Según su hermano, Moura “era una persona extremadamente estética; fanático del diseño y los objetos. Por ejemplo, le encantaba comprar tazas de té, coleccionaba juegos de té que compraba en anticuarios y casas de usados del barrio; ¡tenía varios juegos!”. Federico amaba salir a caminar como un flaneur por la ciudad, “le encantaba caminar por el barrio; en los años de Locura, que fue nuestro momento de más popularidad, se disfrazaba y se las ingeniaba para salir igual sin que lo reconocieran”.
El día que murió, un 21 de diciembre de 1988, lo llevaron a pasear en auto hasta el Rosedal de Palermo pero su debilidad le impidió bajarse y volvió a San Telmo apreciando desde el auto, por última vez, la belleza de sus casonas y calles. Según cuentan, se fue silbando un tango en su casa de la calle Piedras, en su casa de San Telmo, rodeado de sus tazas de té y de la arquitectura que tanto amó. Se fue y, a la vez, se quedó en las historias de esta zona, que es lo mismo que decir que ya forma parte de la identidad del barrio.
—Leonardo Aguirre